Antonio Rosmini, el hombre y la educación

 Por Valmore Muñoz Arteaga



En los años que llevo vinculado a la docencia, no sé si mucho o poco tiempo, he entrado en conciencia de que todo proyecto educativo descansa sobre la visión que del hombre se tenga, pues, es el hombre su punto de partida y su puerto de llegada. Propósito educativo que repare más en el sostenimiento de una ideología o de un proyecto político partidista no tiene posibilidades reales de transformar ni al hombre ni a nada y termina cayendo, muchas veces estrepitosamente, sobre sí mismo. En esos mismos años terminé concluyendo que el hombre es una pregunta que se proyecta como amor expansivo hacia adentro y hacia afuera ante la realidad, ante la existencia que, como apuntara Heidegger: es el ser en el mundo, es un pasaje entre un origen conocido en sus efectos y un final desconocido en sus defectos, escribirá Andrés Ortiz-Osés. La existencia es, a mi juicio, un acompañamiento, un constante relacionarnos, un permanente encontrarse consigo mismo y con el otro, pues, el hombre, cada hombre, todos los hombres, se tornan un «yo» a través del «tú», como expresaría Martin Buber, una imparable confrontación que condensa y disipa que transforma al mismo hombre en conciencia gradual que lo hace tenderse hacia el otro sin serlo, y la educación es uno de los tantos caminos por medio de los cuales se hace más próspero ese encuentro que, además, es inevitable. Así lo creía Antonio Rosmini, a quien hoy recordamos por celebrarse este año el 220 aniversario de su nacimiento en Rovereto, Italia.

            Antonio Rosmini  fue, además de sacerdote fiel al sentir de la Iglesia, un filósofo que tuvo siempre en cuenta la propuesta de la filosofía moderna, que cuestionó en su tiempo las limitaciones del kantismo y del inmanentismo moderno. No se detuvo en modas, ya que, como hemos apuntado, no es la ideología lo que en definitiva importa, sino el hombre, a quien intentó ver en su naturaleza más profunda. El hombre como sujeto es principio supremo, dirá Rosmini, raíz y fuente de la existencia real que descansa sobre su «persona» humana. Allí, en la persona, lo resaltará antes de las grandes corrientes personalistas del siglo XX, se concentra una verdad incuestionable, su condición de principio irrepetible, corazón vibrante, ardor pleno de la llama, centro y base de toda la actividad humana. Hacia allá debe apuntar todo proyecto educativo si realmente aspira a transformar a una sociedad con ánimos de edificar una civilización del amor.  Su idea de la educación, desde un punto de vista antropológico, considera al hombre como persona desde una dimensión corporal, desde una dimensión espiritual, por lo es a un tiempo, sensible e inteligente y desde una dimensión social y éticamente responsable, es decir, Antonio Rosmini tenía una idea integral de la educación, puesto que, como vemos, tenía una idea integral del hombre.

            Entremos, con el favor de Dios, en el universo pedagógico de Antonio Rosmini con la finalidad de que sirva de fuente inspiradora en estos momentos de tantas confusiones e ideas sin fundamento que privan en esta hora menguada del hombre. Fuente inspiradora que contribuya a que tengamos más clara la visión cristiana de la educación para que no le tengamos temor y reparemos en ella como acicate para enfrentar las vicisitudes morales y éticas que vienen con estos nuevos tiempos, conscientes de que en ninguna época de la historia ha resultado el hombre tan problemático para sí mismo como en la actualidad en la que todavía quedan las reminiscencias del gas exterminador como política de Estado o los discursos que impulsan a ir contra Dios que es, como la misma historia se ha encargado de demostrar, ir contra el mismo hombre. Su pensamiento sólido le ha valido, pese a los sinsabores que vivió, un importante reconocimiento dentro de la Iglesia. San Juan Pablo II en su monumental carta encíclica Fides et Ratio (1998), lo resalta como una de las más importantes personalidades que rescataron la fundamental tarea de vincular la filosofía con la Palabra de Dios, ubicándolo en la misma línea de John Henry Newman, Edith Stein y Jacques Maritain, que no es decir poco. En concreto, su preocupación por la educación se plasmó, no solo en la fundación de colegios, sino demás en las obras Sobre el principio del método, Varios escritos sobre el método y la pedagogía, Sobre la educación cristiana, Sobre la libertad de enseñanza, a las que hemos llegado, lamentablemente, por comentadores, estudiosos y algunas ideas dispersas por universo de la red.

            La educación es apreciada como un proceso que apuesta por la formación de toda la persona, y, en este sentido, se propone ser una educación integral. Esta integralidad es concebida a partir de una doble naturaleza: una moral, en la cual se supone el desarrollo de la persona en su aspecto físico, intelectual y libre; y otra, social, cuidadoso de los aspectos socialmente útiles. En este sentido, Rosmini cubre al proyecto educativo con un manto profundamente humanista cristiano, pero en modo alguno ajeno a la practicidad de la vida social. Rosmini busca aupar desde el esmero educativo rescatar y abrillantar con la luz de la fe el amor al progreso, la aspiración de los pueblos a la libertad y a la democracia, así como la autonomía de las naciones. Tiene muy presente, como también recoge la Doctrina Social de la Iglesia, un profundo espíritu comunitario que vislumbra al hombre como el resultado de la educación a la que aspira por sí mismo, pero también de su relación con los otros, con el prójimo. Estos otros son, principalmente, la familia, los maestros, la sociedad civil y religiosa. Todos estos factores dispuestos a la acción de Dios quien, como es de suponer, es el encargado de disponer y ordenar los acontecimientos históricos y naturales que intervienen en la formación de cada ser humano.

            Umberto Muratore, conocedor de la vida y obra de Antonio Rosmini, afirma que una pedagogía que aspire a educar a todo el hombre ha de ser forzosamente amplísima. “Bajo este aspecto universal del concepto de pedagogía puede decirse que Rosmini se nos ofrece como un verdadero educador en todos sus escritos”. Su deseo de colaborar con el enriquecimiento integral del género humano, imagen y semejanza de Dios, lo impulsó a investigar en todos los campos del saber guiado por el convencimiento de que, como reflexionó alguna vez: “una filosofía que no busque mejorar al hombre es inútil y vana”. En tal sentido, señaló la gravedad de la fragmentación que da mayor importancia a las distintas facultades y materias de enseñanza que al mismo hombre. Esto lo impulsó a plantearse y proponer la posibilidad de concebir a la educación como una unidad que responsa siempre a cultivar a todo el hombre, puesto que, además, la concentración en la persona es lo que asegura dicha unidad. Esa unidad de materias giraría en torno a tres conceptos de los que emanaría la luz dinamizadora: Dios, el hombre y la naturaleza. Luz que nos brindaría total claridad sobre la grandeza y fragilidad de ser humano. Cuando meditamos sobre este afán unificador de Antonio Rosmini, nos queda claro que fue uno de los primeros animadores de la búsqueda de la interdisciplinariedad en la enseñanza, muy en boga en los últimos años.

            Lógicamente, todo esto tendría que descansar sobre la exigencia de un método pedagógico. Sobre ello, el propio Rosmini nos dice que todo método pedagógico será perfecto siempre que no exija nunca, que el niño realice intelecciones antes de habérseles dado la materia. No exija jamás que el niño realice intelecciones, a las que les falta el estímulo. Al igual que lo pondrá nuestro Cecilio Acosta, Rosmini señala que la educación para ser efectiva, ha de ir de abajo hacia arriba o, como él mismo señala, pasar de lo conocido a lo desconocido, y de lo fácil a lo difícil, o, lo que es semejante, pasar de las verdades universales a las verdades particulares. El hombre, así lo comprende el beato italiano, se siente seducido por lo particular, concreto y sensible, que por lo abstracto y universal. Por eso, el método de enseñanza ha de mantener una cierta elasticidad, y siempre que sea necesario ha de saber alternar “su movimiento, pasando de los universales a los particulares o viceversa”. Una observación sobre el pensamiento pedagógico de Rosmini que considero importante para revisar la dinámica actual en su aula de clase nos la brinda Muratore al afirmar que, con harta frecuencia “la indolencia y apatía del alumno no son indicios de ignorancia o de pereza, sino tristes efectos de la incompetencia de los maestros”, por ello, dice tajantemente: “sólo los grandes hombres forman grandes hombres”.

            Finalmente, otra idea de amplia vigencia en la actualidad es su convencimiento de la libertad que debe privar en la enseñanza. Según Rosmini, nos recuerda Muratore, hay algunos derechos que nacen con el hombre mismo y que, al ser anteriores a la sociedad, no pueden ser anulados por un Estado que quiera llamarse democrático. El derecho más importante de todos es, sin duda, el de la libertad, que brota maduro del hecho de que “el hombre no puede ser obstaculizado en el desarrollo y en el ejercicio de sus facultades”. Aunque el derecho de enseñar es universal, Rosmini señala a un sector a quienes responsabiliza directamente de cumplir con este derecho: los doctos, la Iglesia, los padres de familia, las autoridades civiles y los bienhechores. Sobre la Iglesia reconoce que ser educadora es su misión más clara, pues, según él, es esa su esencia en cuanto al hecho cierto de haber recibido directamente de Cristo el mandamiento de enseñar a todos los pueblos, por ello la Iglesia es madre y maestra. los aportes de Antonio Rosmini son significativos, más allá de establecer reparos graduales y lógicamente crecientes en el proceso de conocimiento construido por quien aprende, con rupturas y reorganizaciones, sino además por haberlo propuesto filosóficamente cien años antes de que lo hicieran Piaget desde la psicología. Sus ideas son una provocación vigorosa para reflexionar sobre la formación de la persona como «yo» coherente, en una época donde el fragmento toma preponderancia sobre la integralidad, donde la imagen pretende dominar y justificarse ante el concepto, signo éste de búsqueda de objetividad y de libertad de pensamiento, de dominio intelectual sobre la tiranía de lo sensible.

Paz y Bien

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