Educación, fraternidad y diálogo

 I

Firmado en Roma el pasado 16 de abril de 2017 por el Cardenal Giuseppe Versaldi, apareció el más reciente documento de la Congregación para la Educación Católica llamado Educar al Humanismo Solidario. Documento que se unió a las distintas celebraciones por el 50 aniversario de la Carta Encíclica Populorum Progressio de Pablo VI con la finalidad de brindar una herramienta más para la edificación de la civilización del amor. La encíclica que sirve de inspiración para este documento significó la posibilidad de reflexionar sobre un nuevo modelo ético-social que considerara con severa seriedad trabajar por la paz, la justicia y la solidaridad, “con una visión que supiera comprender el horizonte mundial de las opciones sociales”. Luego de las grandes crisis bélicas del Siglo XX, el Concilio Vaticano II le habló al mundo acerca de la necesidad de meditar sobre el hecho de que, en muchas ocasiones, lo que sucede en una parte, sin duda, puede afectar a otras y que, por lo tanto, es una irresponsabilidad sentirse seguro en un planeta donde hay tanto sufrimiento y miseria. “Si en aquel momento se intuía la necesidad de ocuparse del bien de los demás como si fuera el propio, hoy tal recomendación asume una clara prioridad en la agenda política de los sistemas civiles”, expresa el documento. La Congregación para la Educación Católica decide rescatar el concepto de «humanismo pleno» de la encíclica para soltarlo al ruedo de la dinámica mundial con la esperanza de que sea acogido y llevado a la praxis social.

El documento comienza por ubicarnos en los escenarios actuales. Nos ubica en lo multifacético del mundo contemporáneo y sus permanentes transformaciones, muchas de ellas provocadas por intensas crisis internas que, como hemos apuntado, muchas veces afectan lo externo. Crisis que explotan en distintos ámbitos de la vida humana provocando, en algunas ocasiones, procesos extremadamente dramáticos. La inmensa mayoría de estas crisis son originadas por la inequidad y la injusticia acercando al ser humano a un estado de supervivencia que dificulta, sin duda, la fraternidad y solidaridad, pues cada uno busca la manera de subsistir, aunque eso implica la desaparición del otro o la anulación de su propia dignidad. Estas situaciones ponen en evidencia la naturaleza sórdida de un humanismo decadente, a menudo fundado sobre el paradigma de la indiferencia. Humanismo promovido por ideologías que beben de la fetidez de la cultura de la muerte. Y aunque la lista de problemas es muy larga, también el documento reconoce que, al mismo tiempo, estos problemas también son grandes oportunidades, pues “la globalización de las relaciones es también la globalización de la solidaridad”.

“Es paradójica, dice el documento, que el hombre contemporáneo haya alcanzado metas importantes en el conocimiento de las fuerzas naturales, de la ciencia y de la técnica pero, al mismo tiempo, carezca de una programación para una convivencia pública adecuada, que haga posible una existencia aceptable y digna para cada uno y para todos”. Por estas razones, la Congregación para la Educación Católica propone tres alternativas que podrían garantizar la inclusión y promoción del hombre hacia su plenitud y, como consecuencia, la construcción de la civilización del amor. Estas alternativas son: humanizar la educación, generar una verdadera cultura del diálogo y globalizar la esperanza. Lógicamente, tres alternativas que se sostienen sobre la convicción de un humanismo pleno, esto es, un humanismo que tienda hacia el Absoluto por el reconocimiento de la vocación que ofrece la idea verdadera de la vida humana.

El Concilio Vaticano II exhortó al mundo a reflexionar en torno a la convicción de que la educación tenía que estar al servicio de un humanismo remozado, que incite al desarrollo armonioso de las capacidades físicas, morales e intelectuales, “finalizadas a la gradual maduración del sentido de la responsabilidad; la conquista de la verdadera libertad; la positiva y prudente educación sexual”. Y la Iglesia, experta en humanismo, ha subrayado insistentemente en transformar el proceso educativo en uno en el cual cada ser humano, visto como persona, pueda desarrollar sus actitudes profundas, rescatar la vocación de prójimo del hombre y así contribuir a la vocación de la propia comunidad. “Humanizar la educación significa poner a la persona al centro de la educación, en un marco de relaciones que constituyen una comunidad viva, interdependiente, unida a un destino común”. También significa aceptar y asumir que es necesario actualizar el pacto educativo entre las generaciones. Por estas razones, la Iglesia insiste, y lo seguirá haciendo, en señalar a la familia como la columna vertebral del humanismo. Una educación con estas características, no sólo garantiza el servicio formativo, sino que acompaña desde el principio hasta el final al hombre, no lo deja solo, pues también necesita revisar los resultados dentro del marco general de las aptitudes personales, morales y sociales de los participantes en el proceso educativo.

Una educación que promueva un humanismo solidario debe tener muy claro, no sólo el significado, sino la necesidad de establecer al ser humano en el marco de una cultura del diálogo. Una de las exigencias del siglo XXI es rescatar su vocación de solidaridad a partir de los desafíos que implica la convivencia multicultural. La cultura del diálogo no comienza ni termina en el simple hablar para superar perentoriamente algún conflicto. Se trata de algo mucho más profundo y, por qué no, arriesgado, se trata de establecer “un marco ético de requisitos y actitudes formativas como así también de objetivos sociales”. Estos requisitos son: “la libertad y la igualdad: los participantes del diálogo debe ser libres de sus intereses contingentes y deben ser disponibles a reconocer la dignidad de todos los interlocutores”. El Papa Francisco, incansable promotor del diálogo, nos habla de una «gramática del diálogo» dentro de la cual las escuelas y las universidades suman el reto de enseñar un método de diálogo intelectual dirigido a la búsqueda de la verdad, y pone de ejemplo a Santo Tomás de Aquino por ser un maestro de este método, que consiste en tomar en serio a la otra persona, al interlocutor , procurando llegar al fondo de sus razones, de sus objeciones, para responder de una manera no superficial, sino adecuada. Una educación que promueva la cultura del diálogo podría garantizar la convivencia pacífica y enriquecedora anclada en un concepto mucho más amplio de ser humano: un ser humano pleno.

Para la Iglesia, el desarrollo es el nuevo nombre de la paz, pero no un desarrollo centrado únicamente en lo técnico y en el progreso que tanto horrorizó a Walter Benjamin. Hablamos de un desarrollo que tenga por norte, entre otras posibilidades, globalizar la esperanza. “La Iglesia Católica, dice el documento, relaciona el desarrollo con el anuncia de la redención cristiana, que no es una indefinida ni futurible utopía, sino que es ya «sustancia de la realidad», en el sentido que por ella «ya están presentes en nosotros las realidades que se esperan: el todo, la vida verdadera»”. Una educación que transforme a los vinculados a ella en signos vivos de esperanza, ya que, así lo ha dicho Benedicto XVI, “no es la ciencia la que redime al hombre. El hombre es redimido por el amor”. Cuando la ciencia es impregnada por el amor, entonces se convierte en instrumento poderoso para buscar sentido y verdad en la creación. “La educación al humanismo solidario, por lo tanto, debe partir de la certeza del mensaje de esperanza contenido en la verdad de Jesucristo. Compete a ella, irradiar dicha esperanza, como mensaje transmitido por la razón y la vida activa, entre los pueblos de todo el mundo”. Por lo  tanto, la misión específica de la educación al humanismo solidario es la globalización de la esperanza. “Una misión que se cumple a través de la construcción de relaciones educativas y pedagógicas que enseñen el amor cristiano, que generen grupos basados en la solidaridad, donde el bien común está conectado virtuosamente al bien de cada uno de sus componentes, que transforme el contenido de las ciencias de acuerdo con la plena realización de la persona y de su pertenencia a la humanidad”.

La educación al humanismo solidario tiene como eje, como fuente de agua viva, el amor a la verdad, por ello resulta un gran desafío para el mundo y, en especial, para la Iglesia, pues estamos sometidos a las tergiversaciones del progreso y la globalización. A la Iglesia le preocupa profundamente que la interdependencia entre los hombres, entre las sociedades, entre los pueblos, no se sostenga sobre la base de una interacción ética de las conciencias, ya que de ello depende que brote con fecundidad un desarrollo verdaderamente humano. Estas son, en parte, las razones por las cuales se nos propone humanizar la educación, forjar una cultura del diálogo y globalizar la esperanza con la finalidad de impulsar la mejor comprensión de lo que es una familia, la interacción entre los pueblos del planeta y una integración que se desarrolle bajo el signo de la solidaridad en vez de la marginación. “El hombre no puede vivir sin esperanza y la educación genera esperanza, nos dice el Papa Francisco. De hecho, la educación es un dar a luz, es un crecer, se coloca en la dinámica de dar vida. Y la vida que nace es la fuente por excelencia de la esperanza…. Estoy convencido de que los jóvenes de hoy necesitan sobre todo esta vida que construye el futuro. Por lo tanto, el verdadero educador es como un padre y una madre que transmite una vida capaz de futuro… Para tener este pulso hace falta oír a los jóvenes: la labor de oreja... ¡Oír a los jóvenes! La educación, además, tiene en común con la esperanza la misma "materia" del riesgo. La esperanza no es un optimismo superficial, ni tampoco la capacidad de mirar las cosas con benevolencia, sino ante todo es saber arriesgarse de la manera correcta, igual que la educación.”

II

La Encíclica Populorum Progressio, que sirve de inspiración para Educar al Humanismo Solidario, significó la posibilidad de reflexionar sobre un nuevo modelo ético-social que considerara con severa formalidad trabajar por la paz, la justicia y la solidaridad, “con una visión que supiera comprender el horizonte mundial de las opciones sociales”. La Iglesia está pensando en alimentar de valores evangélicos al humanismo por medio de la educación esperando encontrar allí el camino que conduzca a la humanidad hacia el acariciado sueño del diálogo y la fraternidad. Pensando en el diálogo como posibilidad de fundamento ético para la educación y la fraternidad como la concreción de dicho proyecto que establezca una dinámica social mucho más amable, de cordialidad y hermandad. Ahora bien, cuando pensamos en humanismo lo hacemos desde cuál principio. Naturalmente, lo hacemos desde la concepción de una antropología cristiana que se sostiene sobre lo que Jacques Maritain aspiraba, es decir, transformar al hombre en más verdaderamente humano, que sea capaz de manifestar su grandeza original para que pueda ser partícipe de todo aquello que lo enriquezca en la naturaleza y en la historia.

La Iglesia lanza al ruedo de la dinámica social otra visión del humanismo. Históricamente hemos conocido muchos humanismos, muchos de ellos nada humanos en realidad. Humanismos defectuosos e incompletos, como el humanismo marxista, por ejemplo, que terminan siendo destructivos para el propio hombre. Con sueños que han girado en torno al «nuevo hombre» se terminó reduciendo al mismo hombre desintegrando su dignidad como persona, arrebatándole todo su sentido de trascendencia, machacando su posibilidad de plenitud humana. En tal sentido, y comprendiendo los resultados de los proyectos prometeicos del hombre, cuya explicación nos la brinda la historia de Frankenstein (1818) de Mary Shelley, la Iglesia de Cristo nos muestra cuál es el humanismo que ella propone por medio de la encíclica del beato Pablo VI antes mencionada, no buscando su interés, sino “tomando parte en las mejores aspiraciones de los hombres y sufriendo al no verles satisfechos, desea ayudarles a conseguir su pleno desarrollo, y esto precisamente porque ella les propone lo que posee como propio: una visión global del hombre y de la humanidad” (PP, 13) Documento cuyo núcleo es desnudar una concepción humana y cristiana del mismo hombre sin contraponer estas dos dimensiones, que tantas veces en la cultura moderna a todos los niveles se presentan como excluyentes.

Visión «humana» porque su corazón es el ser humano: “crecer en humanidad, valer más, ser más” (PP, 15); “que el hombre sea más hombre” (PP, 19); “el verdadero desarrollo, que es el paso para cada uno y para todos de condiciones de vida menos humanas a condiciones más humanas” (PP, 20). Conectando con lo que se percibe como anhelo generalizado hoy, que la encíclica resumió de esta manera: “hacer, conocer, y tener más para ser más: tal es la aspiración de los hombres de hoy” (PP, 6). Además, como mencionamos, expone una visión «cristiana» porque no se comprende esa plenitud sin Dios. Dios está en su origen y en su horizonte o destino y desde esa perspectiva se plantea el desarrollo total del hombre. El desarrollo es vocación a la que cada hombre está llamado porque “desde su nacimiento ha sido dado a todos como en germen, un conjunto de aptitudes y de cualidades para hacerlas fructificar”, actuando con la responsabilidad propia de un ser “dotado de inteligencia y de libertad” (PP, 15). Desarrollo donde el sujeto humano está convocado a superarse a sí mismo, a trascenderse: “Por su inserción en el Cristo vivo el hombre tiene el camino abierto hacia un progreso nuevo, hacia un humanismo trascendente que le da su mayor plenitud; tal es la finalidad suprema del desarrollo personal” (PP, 16). En este trascenderse, abrirse a la trascendencia, está la plenitud humana como “finalidad última” del desarrollo de todo ser humano. Por ello, el beato Pablo VI, pronto a ser canonizado, concluye que la Iglesia está y estará siempre llamada a promover un humanismo pleno, abierto, pues “un humanismo cerrado, impenetrable a los valores del espíritu y a Dios, que es la fuente de ellos, podría aparentemente triunfar. Ciertamente, el hombre puede organizar la tierra sin Dios, pero «al fin y al cabo, sin Dios no puede menos de organizarla contra el hombre. El humanismo exclusivo es un humanismo inhumano». No hay, pues, más que un humanismo verdadero que se abre al Absoluto en el reconocimiento de una vocación que da la idea verdadera de la vida humana. Lejos de ser norma última de los valores, el hombre no se realiza a sí mismo si no es superándose. Según la tan acertada expresión de Pascal: «el hombre supera infinitamente al hombre»” (PP, 42). Desde esta perspectiva, la Iglesia nos propone la tarea de alimentar por medio de la educación al humanismo solidario que abra las compuestas del diálogo y la fraternidad.

Para los griegos, vivir en la «polis», vivir en la ciudad significaba utilizar las palabras y la persuasión como instrumentos centrales de la vida cotidiana, en oposición a la violencia y a la fuerza. Los hombres, mejor dicho, los ciudadanos sabían que era necesario emplear el discurso como único medio racional para la persuasión en la constante búsqueda de espacios en los cuales tanto él como cualquier interlocutor tuvieran siempre un espacio y un tiempo. La pensadora Hannah Arendt afirmaba que si los hombres no fueran efectivamente iguales, no podrían entenderse ni planear y prever para el futuro las necesidades de los que llegarán después, y si los hombres no fueran distintos, es decir, cada ser humano diferente de cualquier otro que exista, haya existido o existirá, no necesitarían el discurso y la acción para entenderse. Esta idea de Arendt nos deja claro que enmarca perfectamente lo que queremos decir acerca del diálogo y de cómo la educación puede transformarse en un camino para su permanencia en la vida social de los hombres. Otro pensador, Gadamer, considera que sólo en el lenguaje cada hombre adquiere su realidad en la realización del mutuo entendimiento. El lenguaje ocurre en el diálogo como el camino de la verdad mediante la comprensión, porque ciertamente el lenguaje concede la posibilidad a cada hombre de encontrarse con el mundo, con los otros e incluso con él mismo. En tal sentido, la verdad no existe fuera del lenguaje sino en el encuentro del hombre con el otro, a quien vamos a llamar evangélicamente como «prójimo». Ahora bien, en los últimos años hemos mencionado mucho la palabra diálogo y la idea de que sólo por medio de él el hombre resuelve sus diferencias. Sin embargo, ¿lo hemos acariciado en su justa medida? Sólo existe diálogo si hay un compromiso mutuo, intencionado o implícito, para el intercambio, y si ese compromiso se demuestra y revisa periódicamente, con signos visibles y explícitos, para reparar fallos de atención y comprensión, tensiones en el reparto de derechos y deberes, para ajustar armónicamente comportamientos, sentimientos y actitudes durante el encuentro.

La educación debe ser planteada como experiencia dialógica, como encuentro permanente con el otro para comprenderle en tanto que comprender a una persona implica hablarle aceptando su existencia como un dejarlo ser. Comprender, también significa, abrirse a la dinámica de asumir que todas las palabras no significan lo mismo para cada uno. No es insensato defender la libertad, morir por la justicia, ir buscando la verdad. Lo insensato es creer que estas palabras han de significar lo mismo para todos, en cualquier tiempo y lugar. Los seres humanos debemos comprender que hay que buscar la armonía de significados entre quienes usan las palabras con quienes las entienden. Debemos comprender que las palabras son, en sí mismas, un diálogo, y que lo más importante no son las palabras mismas sino los interlocutores, como debe suponerse en cualquier diálogo. Los interlocutores necesariamente deben buscar entenderse a riesgo de no coincidir. Sin entendimiento no hay diálogo posible, aunque no se coincida. Por ello, la Iglesia insiste en que debemos ejercitarnos en la facultad de la comprensión, puesto que de esa manera podemos abrirnos al otro que emana de un cuerpo que, al mismo tiempo, nos penetra. La educación es el camino que nos puede permitir incentivar esta facultad, ya que, además, debería ser su dinámica natural. El resultado de esta experiencia dialógica sería sin duda, a mi juicio, el primer paso, el más importante, para edificar un espíritu de fraternidad entre los ciudadanos, es decir, el acariciado sueño de la Iglesia de edificar una civilización del amor.

La fraternidad representa la relación entre hermanos, unión estrecha entre los hombres que, sin ser hermanos, se tratan como hermanos. La fraternidad es el resultado del amor universal cristalizado en la unidad de los miembros de la familia humana. La fraternidad es una actitud frente a la vida que es acariciada como amor expansivo, como reflejo fecundo de la dinámica del amor trinitario. El gran reto de la educación en el siglo XXI es el de aprender a educar en la fraternidad. Esto significa, entre otras cosas, sacrificar elementos que, hasta la hora actual, había considerado indispensables como, por ejemplo, la acumulación de conocimientos o, una de sus peores perversiones, transformar al individuo en un mero perseguidor de altas calificaciones, nada vale más que alcanzar el mejor promedio. Nuestro gran reto es recuperar los espacios comunes como espacio de aprendizaje cooperativo y solidario, no sólo de monopolio de conocimiento y, en este sentido, la escuela sigue siendo el lugar más importante. En ella y por ella se van a educar en el amor al conocimiento porque queremos ciudadanos y ciudadanas cultos, pero también se han de formar para saber estimar los valores más nobles del ser humano: la solidaridad, la justicia, la libertad. Educar en la fraternidad es educar para una cultura de paz y contra el odio al otro, al distinto, al diferente, al que no piensa ni vive como yo.

Humanizar la educación, de eso se trata, que no se limita a ofrecer un servicio formativo, sino que, como explica el documento Educar al Humanismo Solidario, se ocupe de “los resultados del mismo en el contexto general de las aptitudes personales, morales y sociales de los participantes en el proceso educativo. Que no se reduzca simplemente a llamar al docente enseñar y a los estudiantes aprender, más bien impulse “a todos a vivir, estudiar y actuar en relación a las razones del humanismo solidario”. Que no programe espacios de división y contraposición, más bien, que ofrezca “lugares de encuentro y de confrontación para crear proyectos educativos válidos. Se trata de una educación —al mismo tiempo— sólida y abierta, que rompe los muros de la exclusividad, promoviendo la riqueza y la diversidad de los talentos individuales y extendiendo el perímetro de la propia aula en cada sector de la experiencia social, donde la educación puede generar solidaridad, comunión y conduce a compartir”. Ese es nuestro reto en estos tiempos tan adversos para la educación, amenazada por todas partes, en especial, por ella misma. Este es el llamado que nos hace el deseo de construir una Venezuela mejor en estos tiempos tan oscuros y desgajados de sentido.

III

El Evangelio hoy nos vuelve a recordar la necesidad cristiana de amar al prójimo y por medio de ese amor buscar los caminos más transparentes para alcanzar la perfección del Padre. Si esto no fuera imposible no nos lo pediría y no sería brindado como posibilidad para todo hombre sin condición alguna. El amor es un misterio que envuelve al hombre y a la vez el hombre es un misterio que envuelve al amor. El hombre es, entonces, un misterio, pero que puede ceder a su comprensión por medio de la luz de otro misterio mayor que él. El misterio que envuelve al amor, fuente y origen de todo lo visible y lo invisible. Ese amor luminoso vino al mundo, pero los hombres dieron la espalda a ese amor y se lanzaron en brazos de las tinieblas (Jn 3,19) Romper con eso es posible si nos abrimos a la lógica de ese amor que nos abre las compuertas de la perfección y nos desnuda frente a la persona que queda desnuda frente a nosotros. La perfección nos comienza a tomar de la mano cuando el otro, ese ser del que la modernidad nos enseñó a sospechar, se transforma en uno con nosotros, se transforma en prójimo. El concepto de prójimo tiene un significado fundamental en todo actuar y existir junto con otros, pues brinda otra luz referencial a las relaciones humanas. La relación entre una persona humana con las otras es punto esencial central de referencia para disipar los enmarañados y profundos problemas sociales que pone frente a nosotros la existencia. La posibilidad de actuar junto-con-otros define en todo momento nuestro modo de ser propio de nuestra persona en acción, es decir, nos muestra no sólo el actuar puro, sino que la persona vive o existe junto con otros. Por estas razones, la visión educativa cristiana tiene como elementos que acaricia con dulzura las ideas del amor y del hombre como propulsores para constituirnos en prójimos en la que se cultiva a un tiempo la verdad y la caridad.

En Venezuela se viene dando desde hace varios años una discusión sobre un nuevo diseño curricular. Una discusión a medias, ya que, como ha sido público y notorio, se trata de una discusión sin la participación activa de, al menos, dos sujetos, dos conciencias, dos realidades: las discusiones en mi país apuntan más hacia el monólogo de quien detenta el poder. Convoca a dialogar, pero sin la cortesía mínima de, al menos, escuchar otras visiones de la realidad, de una realidad que, por cierto, es compartida y en la cual millones de hombres y mujeres que no son escuchados intentan desarrollarse como seres humanos. Las instituciones católicas venezolanas, con una larga y exitosa trayectoria en el país, a pesar del maltrato que han recibido desde todo punto de vista en los últimos años, no han sido debidamente consultadas, no han sido tomadas en serio siendo al final aplastadas por el aluvión político partidista que lo reduce todo a la mínima expresión de lo ideológico. A pesar de ello, las instituciones católicas de todos los niveles están aquí y ahora, como siempre han estado y estarán, como afirma la Gravissimum Educationis (1965), para dar testimonio de la esperanza y promover la elevación cristiana del mundo, mediante la cual los valores naturales contenidos en la consideración integral del hombre redimido por Cristo contribuyan al bien de toda la sociedad. Santo Tomás de Aquino define la educación, en general, como “conducción y promoción de la prole al estado perfecto del hombre en cuanto hombre, que es el estado de virtud” (Suma Teológica, Supl. III, q. 41, a. 1). El Papa Pío XI expuso que “la educación esencialmente consiste en la formación del hombre tal cual debe ser y cómo debe comportarse en esta vida terrenal, a fin de conseguir el fin sublime para el cual fue creado” (Divini illius Magistri, 1929). En tal sentido, uno de los rasgos más importantes y valiosos de la visión cristiana de la educación es que tiene muy claro que el objetivo fundamental es el desarrollo pleno del hombre y sus virtudes, y no una ideología o un proyecto político.

Jacques Maritain nos brinda luces sobre esta idea poderosa resaltando que el verdadero objetivo de la educación es formar a un niño determinado, que pertenece a una nación, a un medio social y a un momento histórico dados. Sin embargo, antes de ser un niño del siglo XX, un niño de América o de Europa, un niño bien dotado o con dificultades, es un hijo de hombre. “Antes de ser un hombre civilizado – al menos confío serlo – y un francés educado en los círculos intelectuales de París, soy un hombre. Si es cierto, por otra parte, que nuestro primer deber según la palabra profunda, que no es de Nietzsche, sino de Píndaro – «es llegar a ser lo que somos», nada es más importante para cada uno de nosotros, y nada es más difícil que «llegar a ser un hombre»”. Desafortunadamente, el diseño curricular que nos han presentado a los venezolanos y que ya se está implementando en buena parte del país tiene como objetivo subyacente la edificación de un hombre nuevo, pero que responda siempre a los intereses de una ideología que no es otra cosa que la justificación -a como dé lugar- de un proyecto político hegemónico, personalista, militarista y totalitario. El hombre del nuevo diseño curricular es un hombre famélico, aplastado por el poder y de cuya libertad pende de su silencio y asentimiento automático. El pensamiento cristiano comprende a la educación como perteneciente al ámbito de la moral y de la sabiduría práctica, por ello, podemos decir, que la educación es un arte moral o, mejor aún, una sabiduría práctica en la cual está incorporado ese arte y que tienen como finalidad principalísima la de conducir al hombre a reconocerse y reconocer al otro como una persona dueña de sí misma por su inteligencia y por su voluntad. Que no sólo existe como ser físico o material, que tiene una existencia más rica y noble: la existencia espiritual propia del conocimiento y el amor. Así, en cierto modo, es un todo y no sólo una parte; es un universo en sí mismo, un microcosmos en el cual el universo entero puede ser abarcado por el conocimiento y por el amor puede entregarse libremente a otros seres que son para él como si fueran él mismo.

Por tal razón, la educación no debe reducirse a la mera capacitación o formación técnico- profesional, mucho menos al capricho circunstancial de lo ideológico o a la coyuntura política. “La educación consiste en que el hombre llegue a ser cada vez más hombre, que pueda ser más y no sólo que pueda tener más, y que, en consecuencia, a través de todo lo que tiene, todo lo que posee, sepa ser más plenamente hombre” dirá Juan Pablo II ante la UNESCO en 1980. Nuestro Caracciolo Parra León señala sobre este punto que educar es tanto como engendrar moralmente a través de las generaciones venideras, que no son meras letras lo que reclama la juventud. El pueblo pide que se le enseñe conducta. Luis Arconada Merino plantea que la cultura, para ser útil al colectivo humano, habrá de estar facultada por tres caracteres: inteligencia, que penetra en las ideas y convicciones de nuestro tiempo para conquistar la esencia de las cosas; voluntad, que pretende la acumulación de energía suficiente para hacer eficaces nuestras decisiones, una vez ilustradas por la luz de nuestra inteligencia; sentimiento, que desarrolla el pulimento del sentido estético y el sentido social que frente a una vida vacía y disipada el sentimiento estético y el social hace que nuestra existencia cobre densidad. El gran pensador católico venezolano, Mario Briceño-Iragorry confiaba en una educación en la cual se compartieran de manera integral el conocimiento que brindan las ciencias con la sabiduría que se desprende de la luminosidad intrínseca en los aspectos de la fe cristiana. De esta manera se forman, en vez individuos que luchan con un egoísta individualismo como blasón de la personalidad en antorchas que iluminan el destino de nuestro pueblo maltrecho: “La pedagogía católica no entiende ese divorcio que las corrientes modernistas pretenden establecer entre el hombre espiritual y el hombre práctico, entre el hombre interior y el ciudadano. La armonía estructural del ente humano reclama que, tanto se ensanche el radio de la vida exterior, cuanto se ahonde en la perfección del ser interior”.

El modelo educativo más importante que puede mostrar Venezuela es el de Fe y Alegría, profundamente maltratado, reducido y marginado. Se trata de un movimiento de educación popular y de promoción social que nacido e impulsado por la vivencia de la Fe Cristiana, frente a situaciones de injusticia, se compromete con el proceso histórico de los sectores populares en la construcción de una sociedad justa y fraterna. Asume, junto a la Iglesia latinoamericana comprometida con el Concilio Vaticano II, la opción preferencial por los pobres y en coherencia con ella escoge los sectores más necesitados para realizar su acción educativa y de promoción social; desde allí, dirige a la sociedad en general su reclamo constante en búsqueda de un mundo más humano. Fundada en 1960 por el padre José María Vélaz, vinculado con la Universidad Católica, con la finalidad de contribuir a la creación de una sociedad nueva en la que sus estructuras hagan posible el compromiso de una Fe cristiana en obras de amor y de justicia. El Estado venezolano siempre ha contado con la experiencia de Fe y Alegría, pero nunca o muy pocas veces, ha buscado la manera de explotar al máximo esta opción que va más allá de donde termina el asfalto. Una experiencia que explora, desde las mismas carencias materiales, todas las posibilidades del ser humano. Fe y Alegría es una realidad que si pudiera contar con todo el respaldo del poder político y económico brindaría al país la posibilidad concreta de un modelo de hombre verdaderamente libre, responsable que contribuya decididamente con el bien de la sociedad. Un hombre cuyas tres raíces profundas y verdaderas sea la fe, la esperanza y el amor, y eso, sin duda, sí es revolucionario.

Paz y Bien.

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