El cuerpo, la desnudez, la transparencia

 

La transparencia es un misterio y por esa razón la desnudez, que es la transparencia del cuerpo, es un misterio. No tenemos muy claro lo que se desnuda en la desnudez, de hecho, a veces creo que la desnudez de un cuerpo desnuda más en quien la contempla que en quien es contemplado. Entonces podríamos preguntarnos qué desnuda en nosotros la desnudez del otro. Al caer el vestido qué voz me cuenta el brillo que brota del corazón de la mirada. De dónde surge o insurge esa voz, qué tejidos le van dando forma en mi interior, qué cubre cada palabra que me dice. Palabra tras palabra se lanzan sobre nosotros mismos para describir la cartografía de una reinvención que va acuñando términos nuevos, quizás no tan nuevos, pero que avivan y laten, se encierran abriéndose en frutos desconocidos o en ríos secos que se abalanzan sobre todo lo que somos: arena que el viento arrastra.


Dice Octavio Paz que el mundo ya es visible por el cuerpo, es transparente por la transparencia. La transparencia es un misterio que apenas se percibe desde una categoría superior del sentido definido como sensus o inteligencia afectiva, otros como razón sensible y otros, entre ellos María Zambrano, como razón ardiente. Una razón que comprende desde un tránsito lento, profundo y por entero del ser-en-el-mundo, es decir, comprender no como un conocimiento que luego se ejercitará en una actividad, más bien, como el propio ejercicio de esa actividad. Comprender es, en estos términos, como apunta Cristina García Santos, ser capaz de, saber habérselas con, nombrar una destreza en la que no interviene la diferenciación abstracta entre un saber teórico y un saber práctico. ¿Consecuencia? Poder-ser respecto a algo. Poder-ser respecto a la desnudez. Y ese poder-ser se constituye sobre la base de devorar esa desnudez mientras que ella nos devora, enredarnos en ella, confundirnos en ella hasta que seamos ella misma.


La desnudez nos muestra los desfiladeros del cuerpo que, jugando un poco con algunas ideas de María Zambrano, solamente cuando se les ve allá abajo el oscuro fondo se sienten como abismo, lugar de caída y despeñamiento. Nietzsche veía ese despeñamiento como la posibilidad de vinculación con lo real a través de su capacidad de irradiar sentido. La desnudez irradia así como cuando un cuerpo se reparte en otro cuerpo y viceversa. La desnudez es la posibilidad de respirar juntos, al mismo tiempo y en la misma frecuencia, cuando estamos desnudos. La desnudez son nuestros cuerpos desnudos compartiendo una misma carnalidad dotada de in-sistencia, existencia y trascendencia. Nuestras desnudeces que es una sola latiendo es, al mismo tiempo, una mesa cubierta de frutas que brillan de jugosas. Cerramos los ojos y la confusión de olores, texturas y sabores dan forma al informe cuerpo de la transparencia. Cerramos los oídos y escuchamos las incandescencias de todos los grillos que se agitan desde nuestra desnudez.


En la transparencia que es el cuerpo desnudo todo es arboleda, ramificaciones de la misma rama que se ofrece en todas las posibilidades imposibles. El cuerpo desnudo, otra vez Octavio Paz, es un siempre más allá del cuerpo. La transparencia de la desnudez, según lo que hemos visto, no puede ser descubierta por la razón dialéctica o cartesiana, tan limitada ella a pesar de todo. Ya lo decía Ortega y Gasset en su invitación a comprender: “Nuestras convicciones más arraigadas, más indubitables, son las más sospechosas” La transparencia de la desnudez, así como la conciencia de la armonía, sólo es descubierta a través de otro sistema racional cuyo eje central sea, digamos, el amor, la mística o, si se prefiere, la intuición. A este sistema racional es a lo que llamamos razón sensible o razón ardiente.


Qué decimos de eso que no se ve en lo que vemos en la desnudez del cuerpo. Cerramos los ojos y miramos a los primeros desnudos, los padres de la humanidad, Eva y Adán. Pero, ¿estaban desnudos o más bien cubiertos por un vestido distinto adherido a ellos como hábito glorioso? Partamos de allí si no es posible. Allí donde no cayó ningún vestido ¿o sí? Allí donde todo parece haber comenzado. Allí donde nos canta la tierra los hilos que tejieron aquel vestido de luz que terminó opacado por la incómoda tela del pecado.


Giorgio Agamben nos orienta la mirada hacia ellos, los primeros padres. Nos pide mirarlos para inquietarnos ante una afirmación brutal: ellos no estaban desnudos, estaban cubiertos por un vestido de gracia. Un vestido de gracia desvanecido por el pecado. Es de este vestido sobrenatural del que los despoja el pecado, y ellos, desnudados, son obligados a cubrirse. Entonces concluye afirmando que “una desnudez plena se da, sólo en el Infierno, en el cuerpo de los condenados, irremisiblemente ofrecido a los eternos tormentos de la justicia divina. No existe, en este sentido, en el Cristianismo, una teología de la desnudez, sino sólo una teología del vestido”. Esta afirmación parte de una lectura que Agamben hace del teólogo Erik Peterson quien en su libro Teología del vestido insiste en afirmar que sólo se da desnudez después del pecado y que antes del pecado había ausencia de vestidos, por lo tanto ésta aún no era desnudez. La desnudez se nos desnuda entonces como una percepción estrechamente ligada a un acto espiritual, desde una apertura de los ojos. Ahora bien, qué miran los ojos que ahora están abiertos. ¿Acaso sólo carne que late o misterio hecho de luz y colores? ¿Por qué la desnudez del cuerpo nos sabe en los labios a reflejos distorsionados por un espejo impresionista?


Hace algunos años, Michel Onfray nos lanzó a la aventura de transitar los caminos de una descristianización del cuerpo, pues, según él, el cuerpo –al menos el cuerpo occidental– sufrió y sufre una dicotomía en la vida cotidiana generando una fractura, una visión esquizofrénica de la desnudez. La desnudez es desnudada ante nuestros ojos a partir de una heurística del miedo que recomienda mantener a los hombres en un clima de miedo que dé por sentado lo peor como cierto, que recomienza enseñar desde el terror ontológico para producir inmovilidades que concluyeran en la abominación de nosotros mismos. Bebiendo del grito de Nietzsche sobre los despreciadores del cuerpo, Onfray señala al Cristianismo en la pluma de San Pablo como el gran responsable de que la desnudez no sea concebida como un quejido placentero del cuerpo enamorado. Todo lo contrario: la desnudez convoca al descontrol, al pecado, al silencio de Dios.


¿Realmente el Cristianismo de la mano de San Pablo ha tejido en nosotros odio hacia el cuerpo y hacia la desnudez? De ser así, entonces, ¿por qué el Cristianismo es una revelación de un Dios que quiso un cuerpo para mostrar su amor a los hombres? El misterio de la Encarnación parece desmentir a Onfray. Sí, efectivamente, asume un cuerpo humano que terminará expuesto en una cruz por la iracundia del odio humano, pero, al mismo tiempo, es el mismo cuerpo que se transfigura alcanzado irradiar una luz enceguecedora que brota de él mismo. Esa transfiguración nos habla de una desnudez que se expone por amor más allá de los propios límites del cuerpo. Hay un cuerpo que es sometido al mundo, pero hay otro que es impulsado más allá de la muerte.


Volvamos a Agamben para recordar que, antes de la caída de los primero padres, el hombre existía para Dios de tal modo que su cuerpo, aun en ausencia de vestido, no estaba denudo. Ese no estar desnudo del cuerpo humano incluso en la aparente ausencia de vestidos se explica por el hecho de que la gracia sobrenatural circundaba a la persona humana como un vestido. “El hombre no sólo se encontraba en la luz de la gloria divina: estaba vestido de la gloria de Dios. A través del pecado, el hombre pierde la gloria de Dios, y en esa naturaleza ahora se hace visible un cuerpo sin gloria: el desnudo de la pura corporeidad, el desnudamiento de la pura funcionalidad, un cuerpo al que le falta toda nobleza, puesto que la dignidad última del cuerpo estaba encerrada en la perdida gloria divina” Onfray sólo se queda en el cuerpo que se desnuda para sólo mostrar cuerpo, es decir, el cuerpo por el cuerpo mismo: pedazo de carne, materia gozosa, sí, pero limitada en sí misma.


El Cristianismo no enloqueció a nadie. El Cristianismo, en especial a partir del Concilio Vaticano II y el pontificado de Pablo VI, nos habla de volver a contemplar la posibilidad de recuperar la dignidad perdida del cuerpo. Toda su gloria, toda su perfección y que esa desnudez nos sobrecoja en el descubrimiento de que el cuerpo no es el caparazón de algo, sino la vestimenta luminosa de alguien. De este afán de volver antes del pecado nos habló insistentemente San Juan Pablo II en su teología del cuerpo. En ella busca mostrarnos de nuevo el camino para la redención del cuerpo y su desnudez, aquella de la cual el hombre y la mujer no llegaron a sentir vergüenza. Recuperar la sencillez de la desnudez y mantenerse en ella el uno ante el otro permaneciendo interiormente apacibles, apaciguados, en un estado de total confianza respecto al otro. Arremete contra la desnudez que hace descender al hombre y a la mujer a vulgares objetos de consumo, esa desnudez es la que realmente es motivo de vergüenza. Nuestros primeros padres no sentían vergüenza antes del pecado, pues no se concebían como algo, como simples objetos. “La inocencia interior como pureza de corazón, en cierto modo, hacía imposible que el uno fuese, a pesar de todo, reducido por el otro al nivel de mero objeto. Si no sentían vergüenza, quiere decir que estaban unidos por la conciencia del don y que tenían conocimiento recíproco del significado esponsal de sus cuerpos, en el que se expresa la libertad del don y se manifiesta toda la riqueza interior de la persona como sujeto”.


Decíamos al inicio que la desnudez es la posibilidad de respirar juntos, al mismo tiempo y en la misma frecuencia, cuando estamos desnudos. La desnudez son nuestros cuerpos desnudos compartiendo una misma carnalidad dotada de in-sistencia, existencia y trascendencia. La desnudez es todo eso, pero también es más. La desnudez desnuda nuestras acciones que, a su vez, nos desnudan como personas, y es que es en el actuar mismo, donde se revela en toda su profundidad y especificidad el ser persona en el hombre. Ante la desnudez del otro, debemos impulsarnos en buscar, no lo abstracto que efectivamente arde en lo observado, sino lo que existe realmente allí, ese centro de la totalidad de esa otra realidad que se nos revela, de su ser y de su acción. La desnudez del otro es un encuentro con nosotros mismos: acto de interiorización en nosotros mismos, hombres y mujeres que se encuentran a sí entrando en sí frente a la desnudez del otro. La desnudez es una percepción, pero también es una transparencia concreta que, después de tantos ires y venires, termina definiendo eso que somos desnudos ante la desnudez del otro. 


Paz y Bien

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