Sobre el amor o por una antropología del acercamiento

           Creo que todos estamos de acuerdo en entender al amor como la palabra que designa al arquetipo sentimental por excelencia. Palabra que ha perdido potencia debido al abuso que de ella hemos hecho hasta el punto de haberle erosionado su significado original. Hoy significa tantas cosas que, muchas veces, termina por no significar nada. Una palabra vaciada de existencia que ha servido para darle forma a ideas que van del Dios-Hombre al Hombre-Dios, pero desde labios histéricos, muchas veces esquizofrénicos. Un campo de batalla conceptual que pasa de la nada, a la idea cristiana de Dios Amor que se hace hombre, o a la idea de la divinización del hombre llenándolo de entusiasmo dionisíaco, pero que, al no penetrar en el conocimiento, no logramos advertir que todo esto forma parte de un proceso complementario, fragmentado y separado más del campo semántico de la palabra amor, lo cual abre las compuertas para discernir sobre el amor a la patria, a una ideología, un trabajo; el amor a la familia, a los amigos, hasta el propio amor de Dios. Hesíodo la definió como hija de la Noche funesta y hermana del engaño. Quevedo echa leña al fuego de la contradicción describiéndolo como hielo abrazador, fuego helado, herida que duele, pero que no se siente. Aunque la palabra esté llena de contradicciones o de vacuidades, estamos de acuerdo en que todo ser humano desea amar y ser amado. Este anhelo humano primario se ha expresado desde tiempos inmemoriales en innumerables poemas, cantos, novelas, cuadros y esculturas, lo cual, sin duda, explica la importancia radical que tiene para la vida, para brindarle sentido a la vida.

Los griegos fueron los primeros en encargarse de organizar el caos que implica el amor distinguiéndolo en tres tipos: el «eros», el amor pasional, que se refiere sobre todo al amor entre el varón y la mujer; la «philía», el amor de amistad, que se alegra del ser del amigo; y la «agapé», el amor desinteresado al prójimo, el amor a Dios y el amor de Dios al ser humano. El Cristianismo para poder describir al amor pone su mirada en Jesucristo, puesto que en Él queda bellamente encarnado el significado de la «agapé» y cómo el amor desearía determinar nuestra vida. El Nuevo Testamento nos dice con ello que «Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él» (1 Jn 4,16). No podemos invertir esta frase, señalará Anselm Grün, no podemos afirmar simplemente: el amor es Dios. Más bien, Juan quiere decir que la esencia más íntima de Dios es el amor. Y cualquier persona que ame y sea amada experimenta al mismo tiempo algo del amor de Dios. Sin embargo, Orígenes, padre de la Iglesia, transforma la afirmación de San Juan: «Dios es agapé», en «Dios es eros» para afirmar que Dios ama a los seres humanos apasionadamente. Por ello, está claro que el amor aproxima a los seres humanos. San Pablo comprendiendo perfectamente la dimensión de esta verdad inserta en el hombre nos brinda en su Primera Carta a los Corintios un pasaje que muchos han llamado El Himno al Amor, en cuyas líneas el amor es manifestado como un poder, una fuerza que está en el ser humano. Para hombres como Grün, Benedicto XVI y, más recientemente, el Papa Francisco, el apóstol detalla al amor como un indiscutible poder, fuente de la que el ser humano bebe, energía que promueve a las personas.

Qué dice el himno de San Pablo que tanto aprovecha Francisco para su Exhortación Amoris Laetitia. Dice, entre otras cosas que “el amor es comprensivo, el amor es bondadoso y no tiene envidia; el amor no presume ni se engríe. No es mal educado ni egoísta; no se irrita, no lleva cuenta del mal. No se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta […] En una palabra: quedan la fe, la esperanza, el amor: estas tres. La más grande es el amor”. Por el amor que tengamos por los otros nos reconocerán como discípulos de Cristo (Cf. Jn 13:35). Esto conforma, aunque no se haya dispuesto de esa manera, como todo un tratado de ética afectiva frente al otro. Juan de Tassis cantaba que todo del amor puede creerse y esto es lo que hace perfectamente viable en la dinámica social actual tan compleja, llena de resentimientos, de odios y de injusticias una posición que nos aproxime a la del samaritano del Evangelio o, si lo queremos con palabras más humanas, como lo pensaba Merleau Ponty cuando comprendió que lo primordial no es ni el yo ni el otro, sino la vida en coexistencia en el mundo. El amor que intentamos exponer es uno que nos oriente a comprender al otro que no es otra cosa que experimentarlo en nosotros y viceversa.

Por estas cuestiones fundamentales, Joan-Carles Mélich, importante filósofo español contemporáneo, hace un planteamiento digno de ser considerado en tiempos de crisis humanas como el que vivimos a partir del recuerdo imborrable de Auschwitz. Sostiene la necesidad de cuestionarnos a partir de una ética y una pedagogía después de Auschwitz. Tiene claro, y concuerdo con él, que Auschwitz no es una situación clausurada en 1945. Hablamos de una presencia constante que actúa desde la ausencia, asechando siempre entre las sombras de la condición humana. Estas presencias ocultas en supuestas ausencias son mucho más peligrosas cuanto mayor es el olvido. Auschwitz, más que un momento histórico, es una dimensión infernal de la existencia humana, que hace posible la conversión de hombres y mujeres en ex hombres y ex mujeres al darse determinadas condiciones que ayudan a abonar ideologías siniestras que, como el marxismo, no tienen la capacidad de reconocer al individuo, frente a la colectividad, ningún derecho natural de la persona humana, por ser ésta en la teoría comunista simple rueda del engranaje del sistema. Una ética y una pedagogía que nos ayude a edificar una antropología del acercamiento o de la aproximación cuyo centro de ebullición sea el amor en los términos que hemos presentado, es decir, aquel que comprenda al otro desde una experimentación íntima y muy personal.

El abandono del hombre a los postulados de la modernidad hicieron posible Auschwitz, ya que ésta puso en efervescencia múltiples antropologías del alejamiento que son, según Mélich, las que han facilitado de manera firme y decidida que el ser humano pudiera hacer daño al mismo ser humano hasta transformarlo en un ex ser humano, basta recordar los testimonios de Primo Levi, Aleksandr Solzhenitsyn o Imre Kertesz. Por ello sirve como alternativa una antropología del acercamiento cuyo motor sea el amor que incite permanentemente a acordarnos unos de los otros. En el descentramiento que le es inseparable, esta antropología sólo puede mantenerse en pie en la responsabilidad por el otro, en la respuesta al otro, en el encargarse del otro como el samaritano del Evangelio, mientras que las antropologías de la lejanía son variaciones de la respuesta de Caín a Dios: «¿Es que quizás soy el guardián de mi hermano?». La antropología del acercamiento, según Mélich, se encuentra centrada en las personas y no en los sistemas. Para que esto sea posible, el ser humano, el hombre y la mujer, deben abandonarse al amor, pues el amor puede sanar hasta la herida más íntima y profunda, más aun, el amor que es capaz de mirar a Dios sin miedo y sin complejos.

Anselm Grün nos recuerda cómo Dostoievski ha descrito admirablemente, en su novela Crimen y Castigo, la manera en que Sonia transforma al asesino Raskolnikov por medio de su amor. Dostoievski cita al comienzo de su obra el relato de la resurrección de Lázaro. Sonia consigue por medio de su amor que el asesino, que había sellado su sepulcro con la piedra de su ideología y su odio, vuelva a la vida. Para eso vino Jesucristo al mundo. Vino a darnos la buena nueva de que Dios nos ama, de que Dios es amor, de que te ama a ti y me ama a mí mucho antes de que tú y yo estuviéramos aquí. Somos producto del anhelo de Dios, de su deseo de amar y de amar apasionadamente. Dios es amor y el que vive en amor vive en Dios y Dios en él. Dios que es amor es, al mismo tiempo, patria de todos los hombres, sin límites, sin fronteras, sin lejanías, todo es próximo y en ese amor podemos reconciliarnos con nuestra vocación de prójimo, aquella que arde en el samaritano del Evangelio. El amor es el corazón de la antropología del acercamiento.

El amor, lo sabemos, no sólo es fuente, sino que también es fin y motivo del obrar, en palabras de San Agustín uno se transforma en aquello que ama: “¿Amas la tierra? Serás tierra. ¿Amas a Dios? Entonces yo digo, serás Dios”. Una antropología del acercamiento se fundamenta, como es de suponer, a través de un logos de amor que abre los ojos de los ojos para erosionar las bases que han sustentado la dinámica de la modernidad, alimentada por la determinación de cada uno de existir aparte y por su parte de los demás. En el amor, el hombre coincide con la voluntad del bien, es fuerza unitiva que transforma al Yo en el Otro de manera que cuanto pertenece a uno no quede separado del otro. He allí la novedad del mensaje cristiano sobre Dios, que es uno y trino, como revelación del amor, esencia de su naturaleza divina. Amor cuya perfección sólo es posible a partir de una coimplicación con Dios, que permita el descubrimiento de nuevos valores, ampliando y enriqueciendo nuestro universo axiológico que nos lleve a que cualquier cosa de un hermano nuestro nos preocupe y ocupe como algo de nuestra vida, así lo anhelaba San Josemaría. De tal manera que, tomando como modelo la imbricación amorosa en la Trinidad, los seres humanos podemos redescubrirnos dentro de la vocación de prójimo que tanto nos urge recuperar recordando junto a San Juan de la Cruz que al final de nuestra vida seremos juzgados por el amor.

Paz y Bien

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