Teología de la Cruz o la banalidad del bien
En 1963, Hannah
Arendt, recoge en forma de libro su experiencia como espectadora del juicio
llevado a Adolf Eichmann, teniente coronel de las Waffen SS nazis, y
responsable directo de la llamada Endlösung der Judenfrage o Solución Final al Problema
Judío. El libro se llama Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad
del mal, en el cual desarrolla, como su título lo indica, la banalidad del mal como
categoría política que caracterizó el comportamiento de los nazis en los campos
de exterminio por el cual, una vez culminada la guerra, fueron acusados y
sentenciados a muerte por crímenes contra la humanidad. Arendt sostenía, y de
allí la banalidad que resalta, que muchos hombres y mujeres funcionan dentro de
las reglas de un sistema al cual pertenecen sin pensar, mucho menos meditar,
sus actos. Totalmente despreocupados por las consecuencias de sus acciones, responden
sólo al cumplimiento de órdenes. La tortura, la ejecución de seres humanos, el cumplimiento
de leyes contrarias a los derechos humanos, el reducir hasta la mínima
expresión la dignidad humana, acompañar medidas inhumanas, no son considerados
a partir de sus efectos o de su resultado final, con tal de que las órdenes
para cumplirlas provengan de categorías superiores como, por ejemplo, líder, patria
o revolución. Agregando que, como ella misma afirma, por medio de esta
banalidad se pueda vulnerar cualquier estatuto humano sin que esto suponga la
pérdida de sentido de la palabra humanidad.
Banalidad
que desnuda horrorosamente la completa ineptitud e incapacidad del individuo
para distinguir por sí mismo el bien del mal. Por ello, lo único que
verdaderamente la pareció monstruoso de Eichmann era su terrorífica normalidad
burocrática. Según Arendt, él nunca se dio cuenta de lo que realmente había
hecho, pues, no sintió la menor dificultad de conciencia haciendo el mal, ya
que, bajo la oscuridad que le abrazaba el corazón y la mente, el mal era la ley
y nunca se le habría ocurrido que se podía violar la ley. Nos resulta fácil
cerrar los ojos y sentirnos en el centro de aquella colonia penitenciaria que
dibujaría Franz Kafka en su atormentada obra que nos anunciaba el orden del
horror por venir. Sin embargo, a esta idea de Arendt, responde Raul Hilberg,
historiador austríaco, que nada banal tuvo la burocracia de Eichmann y mucho
menos de ordinaria, ya que era responsable directo del control de un número
enorme de guetos, de las expropiaciones materiales en toda Alemania, Austria y
Moravia, de la difusión de todas las medidas antisemitas en los países
vinculados al III Reich y, por si fuera poco, responsable directo de la
organización de los transportes hacia los campos de exterminio, por ello, el
historiador afirma categóricamente que “ese mal no tenía nada de banal”.
Sin
embargo, y es lo que intentamos desarrollar en estas líneas como acicate para
todos los que estamos viviendo momentos de profunda oscuridad, ese juicio no
sólo desnudó la banalidad del mal, sino que permitió que se conocieran pequeños
gestos de luz, pequeños gestos de humanidad que fueron impulsados también por
una espontaneidad que sólo puede explicarse al amparo de una teología de la
Cruz. Cuando hablo sobre una teología de la Cruz lo hago haciendo un guiño a
San Pablo quien, en su primera carta a los corintios, afirma que la palabra de la Cruz es locura a los que se
pierden; pero a los que se salvan,
es decir, a nosotros, es poder de Dios. Cuando hablo sobre una
teología de la Cruz lo hago haciendo un guiño a Martín Lutero quien en sus 95
Tesis sobre el Valor de las Indulgencias (1517-1557) en la cual invita a buscar
a Dios en la locura y en los sufrimientos de la crucifixión de Cristo, pues
quien lo busca allí lo encontrará revelado. Cuando hablo de la teología de la
Cruz estoy recordando, por ejemplo, a Anton Schmidt, un anónimo sargento alemán
que, sin pretender absolutamente nada, ayudó a partisanos judíos suministrándoles
papeles falsos y camiones militares para su fuga hacia tierras neutrales. Sus
acciones le costaron la vida, pero salvó a más de 250 judíos del exterminio.
Así como podemos rescatar también del olvido la huelga protagonizada por
obreros de Ámsterdam en 1941 contra los primeros grandes registros y
detenciones de 427 judíos. Cuando hablo sobre la teología de la Cruz estoy
hablando del bien que siempre vence al mal, estoy hablando de vida más allá de
toda esperanza, estoy hablando de resurrección.
Leonardo
Boff comprende –y comprendemos con él– que existe un mal en el mundo provocado
por la imbecilidad humana y el odio desmesurado de su corazón, un mal que
genera dolores de manera voluntaria. Existe toda una historia del mal, como afirma,
la pasión de este mundo, que toma cuerpo en ideologías, estructuras y
dinamismos sociales propensos a fecundar violencia, humillación y asesinatos
individuales y colectivos. Sin embargo, el teólogo brasileño también nos
recuerda que muchos de esos males y muertes también son soportados por quienes
promovieron el amor en el mundo, por quienes se impusieron la creación de un
mundo más humano, una civilización del amor. Hombres y mujeres que tuvieron que
anunciar y denunciar, “vivieron un proyecto de gran reconciliación y soñaron
con un mundo donde fuera más fácil ser hermano del otro y donde el amor fuera
menos oneroso”. Sin embargo, murieron víctimas del odio y la violencia que
procuraron enfrentar y superar. Murieron, sí, pero no tuvieron miedo, no sucumbieron
ante el miedo.
Por
ello, en este momento, escucho en silencio el grito ahogado que se desnuda en
la carta a los Hebreos en la cual se testifica que “Otros sufrieron la prueba de las cadenas y
de la cárcel. Fueron apedreados, torturados, aserrados, murieron a espada,
anduvieron errantes de una parte para otra, sin otro vestido que pieles de
corderos y de cabras, faltos de todo, oprimidos, maltratados. Esos hombres, de
los cuales no era digno el mundo, tenían que vagar por los desiertos y las montañas
y refugiarse en cuevas y escondites. Todos éstos merecieron que se recordara su
fe, pero no por eso consiguieron el objeto de la promesa” (Hb 11, 36-39). Boff
nos ayuda a dilucidar lo que arde en el centro de la teología de la Cruz dentro
de la cual cohabitan aquel que la causa e inflige, aquel que la soporta y la
sufre, aquel que la soporta y la sufre por los otros, junto a Dios, que permite
infligir y soportar la cruz y que asume y sufre la cruz muriendo en ella. Resulta
inevitable para mí no recordar a San Maximiliano Kolbe quien ofrendó su vida
para que Franciszek Gajowniczek, sargento polaco preso junto a Kolbe en
Auschwitz, tuviera la oportunidad de reencontrarse con su familia y que,
efectivamente lograría.
La
Cruz es un misterio porque ha brotado de lo recóndito de Dios y nos introduce
de nuevo en lo más íntimo de su ser que es amor. Cuando esta se revela, se
desnuda frente al hombre algo que no había esperado, humanamente absurdo, algo
que parece una locura. Odo Casel, teólogo alemán, nos pregunta si sería posible
que un criminal que ha sido expulsado y crucificado por los hombres puede ser
la mayor revelación de Dios, nos pregunta si Dios puede manifestarse por medio
de la muerte, el dolor y la indigencia. Su respuesta es ¡Sí!, ya que “ahí se revela
en toda su profundidad y plenitud como Misericordia, como Amor eterno a los
pecadores. Pero al mismo tiempo nos revela qué horrible es el alejamiento de
Dios y el pecado, cuando por su causa muere Cristo en la Cruz”. La Cruz es el
símbolo escogido por Dios de su obra de amor. En tal sentido, el eje en torno
al cual gira la teología de la Cruz es ese amor incomprensible que lo entrega
todo contra todo sentido y razón, contra la dignidad humana, contra toda
prudencia. Por ello, la Cruz deja de ser sufrimiento, sino puente que destruye
todo cuanto se opone a la felicidad, porque el alma, como dice Casel, sólo
alcanza la felicidad cuando es inundada por la vida de Dios.
La
teología de la Cruz nos introduce a la comprensión de que la Palabra es un don que
hace al otro también un don. Su brillo aclara la historia, nos permite ver con
otra visión, nos abre a la experiencia de vivir al otro como ocasión para
encontrarnos con Cristo. Nos abre al sentir de la Iglesia que es el dolor y el
sufrimiento de los más pobres, pero no pobres como concepto frío arrojado al
aire a ver dónde cae, sino pobres de carne y hueso, con rostro e historia. Esto
me recuerda una historia que contó una judía llamada Edith Zirer quien comenta
cómo un 28 de enero de 1945, cuando los rusos liberaron el campo de
concentración de Hassak, no sólo se enteró que toda su familia había sido
exterminada, sino que fue dejada a la buena de Dios en un ambiente gélido, sin
provisiones y débil por los tres años internada en el vientre del infierno. Con
muchas dificultades llegó a una pequeña estación ferroviaria entre Czestochowa
y Cracovia. Agotada, acariciada ya por la muerte que parecía inminente, se
arrojó en un rincón de una gran sala donde había docenas más de portadores de
pijamas de rayas. Un joven se acercó con una gran taza de té y un riquísimo
bocadillo de queso. Estaba tan entregada que no quería comer. Ese joven la
obligó. Ese joven le informó que tenía que caminar para poder subir al tren,
pero su cansancio era de tal magnitud que hacerlo le resultaba insólitamente
imposible. Ese joven la tomó en sus brazos y, a cuestas, caminó con ella
kilómetros mientras caía la nieve. En el camino, el joven de voz tierna le
hablaba de los sufrimientos que había tenido que vivir. No dejarse vencer por
el dolor y combatir desde la esperanza, le decía con harta frecuencia. La llevó
hasta el tren, la abrazó y le dejó su nombre: Karol, Karol Wojtyla.
Vuelvo
a Casel para decir con él, abrumado por la luz que se abre paso por los siglos,
que la Cruz nos libera de la desesperación y del hastío porque muestra un reino
nuevo. Solamente en la Cruz, “se comprueban los verdaderos valores; aquello que
no es capaz de resistir la prueba de la Cruz, aquello que no sobrevive a la
muerte, en el fondo, no tiene valor. La Cruz es el comienzo del Cielo, porque
purifica y perfecciona al hombre, hasta el punto de hacerle capaz de entender,
contemplar y desear lo divino”, aquello que va más allá de los estrechos
límites de la racionalidad moderna. Y así como Raul Hilberg no logró ver nada
banal en la actuación de Adolf Eichmann, yo no veo nada banal en lo que tantos
han hecho por tantos, hasta poner en serio riesgo sus propias vidas. El amor no
es, en modo alguno, banal. Quizás confundido o débil. Quizás ciego o demasiado
humano, pero nunca banal, ya que el amor cuando es amor es Cristo actuando
entre nosotros mostrando que no hay un amor más grande que aquel que se entrega
por los hermanos. Entregar la vida no sólo significa morir para que otro viva,
también significa generar gestos, aunque sean muy pequeños, pues, tras cada
gesto de bondad, de alguna manera, también morimos para que otro viva. Paz y Bien
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