Todo cuerpo es un candelabro

 


“Sólo después reflexioné que aquella calle de la tarde era ajena, que toda casa es un candelabro donde las vidas de los hombres arden como velas aisladas, que todo inmediato paso nuestro camina sobre Gólgotas”. Este es un fragmento del poema Calle Desconocida escrito por Jorge Luis Borges que aparece en su hermoso libro Fervor de Buenos Aires. 93 años después, el Papa Francisco lo rescata para nutrir de belleza poética su Exhortación Amoris Laetitia, sobre el amor en la familia. Toda casa es un candelabro por ser expresión simbólica del tejido libertario que le da forma. Cada casa es un candelabro y cada uno de sus miembros es una vela que arde con llama siempre nueva, infatigable, pero que tenemos la inclinación humana de descuidar y por ello, como dice el poeta, arden como velas aisladas. Toda casa es un candelabro y cada cuerpo que la habita también. Dos cuerpos que son, al mismo tiempo, un candelabro, y ese candelabro, esa lámpara luminosa se halla siempre en el centro de la pareja, es su historia de amor que los ilumina desde el principio de los tiempos. Una historia de amor que es expresión refulgente de aquel designio primordial que Cristo mismo despierta con intensidad. Por ello, el Papa Francisco nos recuerda que la pareja que ama y genera la vida es la verdadera escultura viviente “capaz de manifestar al Dios creador y salvador. Por eso el amor fecundo llega a ser símbolo de las realidades íntimas de Dios”. 

Amoris Laetitia nos comenta con la suavidad propia del instinto sobre esa dulzura natural de la voz que nos ha acompañado siempre, pero que pocas veces escuchamos. Que a la luz de la Palabra, la pareja, por medio de sus cuerpos, tiene la capacidad de generar caminos por los cuales se desarrolla la historia de la salvación. La Palabra se derrama suavemente sobre los cuerpos al amarse y logra encender en pequeñas velas asombros multicolores que muestran al hombre y a la mujer como unidad de la entrega profunda que posibilita, como escribió Neruda, que la mano de ella sobre el pecho de él es su propia mano. Los amantes al exponer sus cuerpos al aliento de Dios su convierten en un mismo oído, una misma vista, una misma mano con la que tocan la realidad que los rodea, un mismo pie con el cual avanzan hacia ellos mismos. Dos que ya no son dos soledades, ni siquiera dos libertades, son una sola carne que acepta a Dios como su misterio más íntimo. Nos lo recuerda Octavio Paz en El Mono Gramático, al mostrarnos cómo Esplendor se entrega en una misma respiración al amante compartiendo una misma temperatura, un mismo contorno, un mismo brillo que lentamente deja de ser una confusión de latidos para congregarse y reunirse consigo misma en él que se congrega consigo mismo en ella: una mismidad encendida en dos cuerpos, un mismo cuerpo. “Se unirá a su mujer y serán los dos una misma carne” (Mt. 19,5) se desborda de los labios de Cristo. Ese «unirse», afirma el Papa Francisco, indica estrecha sintonía, adhesión física e interior, hasta el punto que, originalmente, también se empleaba para describir la unión con Dios. Unidos en la única realidad del tiempo: aquí y ahora; sólo en este presente las luces que flamean de un lado a otro tienen verdadera conciencia de sí mismas y de ese otro «yo-ajeno» que nos ofrenda su mismidad.

Ibn Arabi en su Tratado del amor lo canta de la siguiente manera: “Aquel cuya belleza echa los corazones a volar, los sustrae a sí mismos ¡en el momento del impulso!”, y es que el amor que se desprende alegre de los cuerpos al entregarse abre una posibilidad, otra más, a la individualidad, al yo egoísta, para convertirse en persona. Esa dimensión interior de todos los hombres por medio de la cual nos distinguimos como imágenes del Señor. Esa belleza particular que hace volar a los corazones es la que induce a ese abrazo compartido dentro y fuera de los sueños. Ese abrazo intenso, apretado y profundo donde los pechos desnudos se fusionan de tal manera que su roce despierta a todos los grillos que inundan la noche de cantos de buenos augurios. Nuestro Juan Liscano describe esta belleza en un poema de Cármenes de la siguiente manera: “Mi cuerpo en tu cuerpo abre sus plumajes / agita sus alas, canta, vuela /llama las aguas fértiles / pájaro del verano, pájaro heraldo”. Cada una de esas plumas abiertas al despertar que exhorta la belleza de la entrega profunda también nos lanza enamorados al antiguo recuerdo en el cual una mujer, aquella esposa con ojos como palomas, dice que su amado es de ella mientras ella es del amado.

El cuerpo, todo cuerpo es un candelabro pleno de luces discretas que van creciendo y en su avance paulatino la madrugada se va apagando, va cantando su fuga sostenida en medio de la luz que se hace cada vez más intensa. El sol nace cuando dos cuerpos amanecen en el abrazo tejido por la caricia de Dios, sólo su caricia es la que tiene la potencia para silenciar la madrugada haciéndose luz en medio de las tinieblas. Somos hijos de la luz por ello nuestros cuerpos son candelabros donde brillan estrellas de un cosmos interior. Voz de luz. Aliento de luz que va descubriendo a la pareja que nacieron por la gracia del hambre de comunión. Parejas tejidas por la alegría del Evangelio reconociéndose siempre en el esplendor que resuena inquieto en la infinitud de sus cuerpos. Sobre ese esplendor creo que nos habla el Concilio Vaticano II al mostrarnos que los cuerpos al amarse se enriquecen con una dignidad peculiar ennobleciendo cada parte, cada órgano que son más que órganos, son ramificaciones del corazón que se elevan a Dios. Por esta razón, el religioso dominico Antonin Sertillanges, afirma que todos los místicos han concluido que el amor sobrenatural y el amor celeste encuentran los símbolos que buscan para comprender en el amor esponsal (recordemos el Cantar de los cantares) más que en otro amor, bien sea filial o de amistad. La razón por la cual es así se debe a la totalidad impresa en la entrega luminosa de los amantes, de los esposos, de esa sola carne que va más allá de los gritos finitos del mundo y sus emociones que nos tienden trampas y buscan, a como dé lugar, alejarnos de nuestra dimensión verdadera, pero ese primitivismo salvaje que nos habita siempre puede ser amansado con la fuerza de la caricia.

Ese universo de las caricias que animan la luminosidad de las velas del cuerpo muchas veces era echo a un lado por un cúmulo de preceptos y prohibiciones que, de alguna manera, nos hacían pensar que Dios despreciaba el gozo de sus hijos. Normas y criterios que sirvieron de base para que los despreciadores de la Iglesia se explayaran en insultos, ofensas y lamentables desatinos y la acusaran de despreciadora del cuerpo. El Papa Benedicto XVI advirtió esta situación y en su Carta Encíclica Deus caritas est cuestiona severamente a la propia Iglesia de la siguiente manera: “La Iglesia, con sus preceptos y prohibiciones, ¿no convierte acaso en amargo lo más hermoso de la vida? ¿No pone quizás carteles de prohibición precisamente allí donde la alegría, predispuesta en nosotros por el Creador, nos ofrece una felicidad que nos hace preguntar algo de lo divino?”. La Iglesia realmente no quiere prohibir, ni limitar el disfrute del amor corporal que mira al cielo, pero sí intenta advertir sobre el exceso, el descontrol, la obsesión por un solo tipo de placeres, puesto que ellos terminan siempre por debilitar y enfermar al placer mismo. No se trata de apagar las velas del cuerpo, se trata, más bien, de disfrutarlas más allá de su radio de luminosidad, ya que, como sabemos, el amor merece ser vivido entero.

El cuerpo es un candelabro pleno de velas que van borrando toda señal de tinieblas que ocultan un llamado muy antiguo a tratarnos bien, a no privarnos de pasar un día feliz (Si. 14,11-14). Un día que es una vida, una vida que sólo es plena en la comunión con esa otra vida que es, como hemos dicho, una sola carne con nosotros. Una vida que pasa besando y besándose ardientemente porque, los amores que miran mirándose hacia el cielo, son más deliciosos que el vino, sus perfumes son más exquisitos y se derraman frugalmente sobre las olas que van y vienen en el lecho. El cuerpo es un candelabro pleno de velas que alumbra al otro cuerpo que también alumbra. Entre sus luces una sola luz hecha árbol que brilla cantando sombras distintas bajo las cuales el lecho se abre, se multiplica, se hace frondoso y los frutos que allí se develan son dulces al paladar. Frutos que sostienen nuestras cabezas, que abrazan y que enferman de amor. El lecho, bajo el amparo de las luces del cuerpo, se transforma en jardín donde poder  recoger mirra, miel, vino y leche para deleite de los amantes embriagados de amor. Embriagados de los dones de Dios que cada uno tiene, uno de un modo y el otro de otro (Cfr. 1 Co 7,7). Cuidando con celo que cada árbol se abra en flores. Complementándose las perfecciones en un querer más hondo que involucra toda la existencia. El cuerpo es un candelabro pleno de luces, pero sólo el amor que siempre da vida es el que logra el brillo más intenso, por ello, ese amor inunda al amor humano no permitiendo que se agote en sí mismo. El amor vuelve fecundo a los cuerpos que son candelabros plenos de velas y esas velas alumbran el sueño de la familia, puesto que ella es el ámbito de la generación y de la acogida de la vida que llega como regalo de Dios, y es que esa es la felicidad, ese es el paraíso, ese es el cielo, el abrazo compartido que, hecho uno solo, se transforma en múltiples abrazos más pequeñitos, pero que un día serán grandes y fuertes como los nuestros, y como nosotros, ellos también serán brazos extendidos con velas en las manos como los candelabros.

Paz y Bien


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