Apuntes cristianos para un diálogo

 Por Valmore Muñoz Arteaga


Venezuela, mi país, está urgido de encuentro, está urgido de reconciliación, está urgido de paz. Mi país clama al cielo desgarrado en una pregunta que le quema las entrañas: ¿somos acaso responsables de nuestros hermanos? (Gn 4,9).  Por ello, una y otra vez se habla acerca de la necesidad de abrirnos a la posibilidad de un diálogo. Las palabras, corazón de todo diálogo, son un acceso a la intimidad, ya que son ojos que vagan por la tierra (Octavio Paz) que, pese a todo, lo penetra todo, lo transforma todo, pues es esencialmente creadora y precursora. Ellas anticipan lo que todavía no es. La palabra “percibe y libera lo que hay de movimiento y tensión en la realidad, es su comadrona, revelando aquel otro fondo de verdad que sólo necesita, para empezar a existir, del llamamiento de la palabra”, nos ayuda a reflexionar José María Cabodevilla. Venezuela, mi país, está urgido de ese tipo de palabras, de las que aprietan y exprimen la médula colorida de la vida. Han sido muchos años de jerga luctuosa que convocan a la muerte como única señal de victoria. La palabra que da vida es la única que puede tejer realmente la realidad de un diálogo y, en este momento, pese a la burla y a la violencia incubada en el alma de muchos compatriotas, el diálogo es una necesidad vital e indispensable para superar la crisis que nos enluta la cotidianidad.

Nos hallamos encerrados entre las cuatro paredes de un mismo discurso que ha aprendido a respirar a partir de la anulación y el desconocimiento del otro. A veces siento que hemos asumido que la verdad sólo es capaz de brotar a partir del silencio del otro que, con todo derecho, aspira, no sólo a la búsqueda de la vedad –su verdad–, sino a exponerla. Nos hemos distanciado de una conciencia de apertura que es la esencia misma del diálogo. No hemos comprendido que todo diálogo necesariamente tiene dos polos, y ninguno tiene la capacidad de desarrollar por sí solo las funciones del diálogo. Ecclesiam suam es uno de los documentos apostólicos más hermosos de Pablo VI. Allí expone todas sus convicciones sobre el valor y el papel que desempeña el diálogo como tránsito hacia el encuentro con la paz social, política y religiosa. Curiosamente, esas palabras no brotan de lecturas que, seguramente, también hizo, sino de la experiencia bebida de tres momentos puntuales de su pontificado. El papa hizo tres viajes de valiosa resonancia histórica: en enero de 1964, viaja a Jerusalén donde se abraza con el patriarca Atenágoras; en diciembre de ese mismo año viaja a la India, espacio de cita común con las religiones no cristianas, y en octubre de 1965, ante la sede de la ONU, buscando la colaboración de todos los hombres de buena voluntad. El papa, siguiendo las huellas de San Juan XXIII, está claro que no puede iniciarse un diálogo de ningún tipo con nadie sin antes hacer una profunda revisión interior. Una revisión interior que permita el afloramiento de la claridad, la mansedumbre, la confianza y la prudencia.

El diálogo no es una simple discusión o un intercambio de ideas, tampoco es únicamente expresar mis ideas para que luego otro exponga las suyas mientras miramos el reloj apurados por salir de este trago amargo. El diálogo tiene un origen mucho más profundo que el mero estímulo que recibimos de los demás. Raimon Panikkar señala al silencio como esa fuente donde espumea la sed humana de verdad. Para que puedan aflorar la claridad, la mansedumbre, la confianza y la prudencia de las que habla Pablo VI, necesariamente nos corresponde caminar en solitario hacia una dimensión más recóndita de nuestro ser. El diálogo supone una invitación al ejercicio de las facultades superiores del hombre, pues sólo de esa manera podemos establecer un encuentro ajeno al orgullo y a la ofensa, totalmente contrario a la posibilidad hiriente de agredir con “nuestras” verdades al otro. La autoridad del diálogo, dirá Pablo VI, “es intrínseca por la verdad que expone, por la caridad que difunde, por el ejemplo que da. No es orden, no es imposición”. El diálogo es pacífico, es paciente, es generoso y evita, incluso a su propia costa, cualquier modo violento. Él genera un ambiente de confianza, pues es justamente eso lo que intenta promover. “Entrelaza los espíritus en la mutua adhesión a un bien que excluye todo fin egoísta”. El diálogo es prudente, ya que, quienes acuden a él, lo hacen desde la prudencia que muestra las condiciones psicológicas y morales del que escucha, “si niño, si inculto, si impreparado, si desconfiado, si hostil”, sólo se afana por conocer la sensibilidad del interlocutor “y por modificar racionalmente a uno mismo y las formas de la propia presentación para no resultarle a aquél molesto e incomprensible”.

Volviendo a Panikkar, éste nos recuerda una tradición budista en la cual se nos advierte que todo diálogo brota fecundo de una pregunta interior, los cristianos llamamos a esto «compunctio cordis» o arrepentimiento de corazón, es decir, si soy capaz de interrogarme, renunciar a mis seguridades, “si no soy consciente de mi contingencia o iniquidad, de mi ignorancia o esclavitud de mis deseos, y no estoy dispuesto a confiar con todo el corazón y la mente en una verdad que no es propiedad privada mía, entonces no estoy preparado para un diálogo maduro”. Un diálogo franco y honesto comienza poniendo sinceramente en cuestión todas nuestras certezas, da inicio comprendiendo que somos vasijas frágiles y que, en este mundo, hay otras vasijas más llenas o más vacías que tú y yo, pero cuyos contenidos a duras penas podemos imaginar. El diálogo no tiene como punto de partida el ego, por el contrario, parte de su negación sincera. La mirada que se desprende del diálogo verdadero es capaz de penetrar y acariciar la parte más recóndita del corazón de quienes dialogan, pues, en cierta forma, es más una confesión que una información, es más una confidencia íntima que un sonoro y espectacular acto público. El diálogo es más una confesión o una confidencia íntima, ya que el lugar donde se origina es en el corazón de la realidad misma. Afirma Panikkar que hay algo místico en el diálogo, de hecho, señala sin aspavientos que hay un núcleo místico no visible en la superficie de las relaciones humanas: “algo sucede en el corazón de cada dialogador y algo sucede en el núcleo más interno del mundo” es por ello que hay quienes afirman que cuando dos sabios están hablando, el mundo contiene la respiración. Si bien es cierto, el diálogo tiene sus raíces bien profundas en el corazón de los seres humanos, no es menos cierto que sus frutos se hacen visibles y se recogen jugosos en el ágora.

El ideal cristiano parte de un precepto enmarcado en la convicción de que somos todos un mismo cuerpo –somos Iglesia–, por lo tanto, todos los problemas personales se pertenecen. Podemos indagar en esta verdad de fe asumiendo que no hay un Yo sin un Tú, “y sin todos los otros pronombres en masculino, femenino, neutro, dual y plural, y a la inversa” complementará Panikkar. Esta cercanía que nos unifica tras los bastidores de la racionalidad moderna revela que, todo diálogo verdadero, es una praxis que más que profundizar, transforma las ideas al igual que transforma las acciones y las actitudes. Lógicamente, si no hay un cambio en la persona, no podría existir un cambio en las acciones. Por naturaleza, todo diálogo tiene un carácter político, pues, necesariamente, al cambiar la persona cambian las acciones y al cambiar las acciones cambia la polis: “Toda discusión entre personas compromete el poder y la vida de la polis”. La relación que define el diálogo planteado en estos términos, volvemos a Pablo VI, expresa un propósito de corrección, de estima, de simpatía, de bondad, por parte de quien lo establece. “Excluye la condenación apriorística, la polémica ofensiva y habitual, la futilidad de la conversación inútil”. Ninguna persona, ninguna ideología, ningún partido, ningún colectivo puede poseer la totalidad abrumadora de la verdad, ya que no es algo que pueda poseerse en cuanto a que no es una cosa exclusivamente objetiva.

La verdad no es cosa objetiva, entre otras cosas por ser el resultado mismo de las palabras que, como hemos dicho, es creadora de la realidad. De ser así, entonces Octavio Paz nos lo hace mucho más complejo al recordarnos que la palabra es “voz exacta y sin embargo equívoca; oscura y luminosa; herida y fuente: espejo; espejo y resplandor; resplandor y puñal, vivo puñal amado, ya no puñal, sí mano suave: fruto”. La palabra es una expresión que dice al hombre que dice y el hombre es un espacio sintiente de luces y sombras, pero con el signo imborrable de que fue hecho para la luz. Por esta razón, podemos comprender por qué el hombre no se mueve por la razón, sino por amor u odio, de allí la gran dificultad para el diálogo político que representa el hecho de cuando una de las partes se niega al diálogo por «razones» convincentes a la parte que lo refuta: “negar el diálogo equivale a negar la humanidad del contrincante” dirá sin reparo Panikkar.

Cierro esta reflexión tal y como la inicié: Venezuela, mi país, está urgido de encuentro, y ese encuentro pasa, necesariamente por abandonarnos al diálogo, pero no como simple estrategia o artimaña política, pues, la política, entendida con el respeto merecido, es más que una simple técnica. En tal sentido, me sostengo sobre una referencia que al Evangelio hace Raimon Panikkar: “Quien esté limpio de pecado que eche la primera piedra. Quien tenga la conciencia tranquila que dispare el primer cañonazo”. Esto, en modo alguno, significa debilidad o sometimiento a las amenazas: “el arte del diálogo no es un arte fácil; es también una ciencia –más difícil y fascinante que la militar”. Venezuela necesita dialogarse, pero dialogarse entera. Oficialismo y oposición están obligados a hacerlo, pero también el resto de las instituciones que hacen posible al país, entre ellas: la Iglesia y la Universidad. Esto, como dicen, es asunto de todos, es responsabilidad de todos, pues todos somos un mismo cuerpo.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

EMAÚS - VALMORE MUÑOZ ARTEAGA

EDUCACIÓN, FILOSOFÍA Y VIDA

Antonio Rosmini, el hombre y la educación