La fe hace grande al hombre pequeño

 Por Valmore Muñoz Arteaga




En su Diario Filosófico, el pensador Ludwig Wittgenstein, escribió que para comprender el sentido de la vida era necesario creer en Dios, puesto que no son suficientes los hechos atribuidos al mundo para comprender a plenitud la realidad. Hay algo más allá que desnuda ante nuestros ojos el sentido profundo de la vida. Ese «algo más allá» sólo viene a nosotros a través de la fe. La fe nos abre las compuertas a un universo que le brinda un brillo especial y distinto a la opacidad limitada que descansa en la superficie de las cosas del mundo, ya que, por medio de ella, de la fe, nos coimplicamos con el trasfondo último de lo real. La fe pule con su transparencia nuestros ojos renovando la alegría del estar aquí y ahora con la lógica del amor. Conesa Ferrer explica que los principios de los cuales se alimenta la fe ayudan a organizar, interpretar y dar sentido a nuestras experiencias y pueden ser sostenidas racionalmente. El Papa Francisco nos recuerda en su Carta Encíclica Lumen Fidei que la fe es un camino que se abre ante nosotros para posibilitar el encuentro con Dios. Alimenta el centro de nuestro ser con la experiencia del amor divino, origen y fundamento de todo, que se deja conducir para caminar hacia la plenitud de la comunión con el Señor. A partir de allí, al amparo de su luz, nos ponemos al servicio de la justicia, del derecho y de la paz. Nos aproximamos a la condición justa de San José, padre adoptivo de Jesús, que no es otra cosa que ser hombres como árbol plantado al lado de corrientes de agua que da su propio fruto en su estación y cuyo follaje no se marchita, así, los hombres como árboles que son los hombres justos, en todo lo que se proponen tienen éxito. Los hombres como árboles son los hombres justos, como nos lo dice el salmista, y el hombre justo es el hombre de fe, ya que, a través de ella, se nos permite un saber auténtico de Dios y, a su vez, brinda el encuentro pleno con cuánto hay de verdadero, bueno y bello en el hombre.

En una audiencia general en la Plaza de San Pedro en octubre de 2012, el Papa Benedicto XVI, se preguntaba si en un mundo en el cual la ciencia y la tecnología han abierto horizontes insospechados e impensables, algo tan incierto como la fe tendría algún sentido. Horizontes que se extienden amplios, pero a través de un caluroso y asfixiante desierto espiritual, al punto de que, en ocasiones, sentimos que convocarnos a establecer un mundo fraterno y pacífico nos resultaría imposible, totalmente cuesta arriba, ya que, muy sutilmente, entre las ideas de progreso y bienestar, están ocultas espesas sombras que no permiten la conexión entre la promesa y la realidad. “A pesar de la grandeza de los descubrimientos de la ciencia y de los avances de la tecnología, reflexiona el Papa, el hombre contemporáneo no parece ser verdaderamente más libre, más humano, permanecen todavía muchas formas de explotación, de manipulación, de violencia, de opresión y de injusticia”. Y así, progresivamente, gestamos una brutal cultura de la muerte, de lo inmediato, de las cosas que nos han hecho creer que sólo es real aquello que vemos y que podemos experimentar desde la conformidad supina de nuestras limitaciones básicamente humanas hasta hacernos aterrizar frente a las más perversas de las depresiones y frustraciones. Nos dejamos caer de rodillas ante la pregunta de si tiene sentido vivir.

“Abrísteme, ¡Oh luz divina!, los ojos, y despertásteme alumbrándome”, esto escribe San Agustín sobre los efectos de la fe en él. Sin ella, el santo Obispo de Hipona, habría estado siempre ciego, pobre, desnudo y miserable. La fe es para él, como para todo creyente, resplandor del cual toda luz procede. Tener fe es entregarse totalmente a esa luz, es una peregrinación desde nuestro interior hasta el rostro de Dios. Creer, afirmará Ignacio Larrañaga, es siempre un nuevo partir. A través de ella los ojos se cierran abriéndose en la mirada de Cristo que es lecho de amor. Amor siempre victorioso que nos brinda la posibilidad de ver placer en la penitencia, entendimiento en la conciencia, esperanza en la paciencia, consuelo en el recuerdo, riqueza en la pobreza, paz en la obediencia, como cantaría Ramón Llul; fe es, además y sobre todo, ver en el otro al hermano que soy yo mismo en el Señor.

La fe es amor y el amor siempre busca la unión, la comunión con los otros que, a la luz de ella, siempre son reconocidos como hermanos, los «Yo ajenos», los «Tú» que dan sentido al Yo que soy mientras permito a los otros ser en la armonía amorosa de existir coimplicados en la vida exterior e interior. El amor siempre tiende a la comunión y el amor construido desde la fe en un Dios vivo tenderá en todo momento “a la concreción de la unidad sobrenatural que hace de nosotros un solo cuerpo: el cuerpo de Cristo”, así lo entendió Chiara Lubich al abrir su comprensión al milagro de mirar todas las flores del jardín humano. Fe es luz en la oscuridad y esa luz es Cristo que vino al mundo para que todos los que creamos en él no sucumbamos en las tinieblas. Por medio de ella, de la fe, ingresamos a un mundo completamente distinto sin salir del mismo mundo, puesto que es un don transformador de la existencia. Entramos desnudos en la frecuencia de la mirada de Cristo, puerta abierta al amor celestial y al corazón de los demás. Fe es creer y creer, dirá Benedicto XVI, es fruto de una relación, de un diálogo en el que existe un escuchar, un recibir y un responder; “comunicar con Jesús es lo que me hace salir de mi «Yo» encerrado en mí mismo para abrirme al amor de Dios Padre”. En tal sentido, la fe no es el resultado de un diálogo privado con Cristo, ya que la fe ha sido entregada por Dios mismo a través de una comunidad de hombres que creen y comparten un amor, un mismo amor.

La fe es polifónica y la verdad que devela es sinfónica. El «creo» pronunciado singularmente “se une al de un inmenso coro en el tiempo y en el espacio, donde cada uno contribuye” explicará Benedicto XVI. En la unidad de la fe, los creyentes nos volvemos «como borrachos» del Espíritu Santo que nos impulsa a comunicar las maravillas y prodigios de Dios tejidos en nuestro corazón por las manos de nuestra Madre María por medio de la Iglesia. La Iglesia se transforma en espacio dentro del cual los creyentes compartimos ese corazón fervoroso, así la Iglesia, nuestra Iglesia, se vuelve el corazón compartido de la fe. Simboliza a María cuya obra es ordenar a la familia bajo los parámetros de un espíritu sobrenatural que supera la unidad de la familia natural.

No sólo de pan vive el hombre, nos advierte el Evangelio, pero nos quedamos en la cosa sabida, en su superficie, haciendo de lo sabido un misterio inescrutable y nos perdemos, más bien, nos quedamos entretenidos en otras cosas. No indagamos en las otras razones que dan vida al hombre. Nos quedamos en las tinieblas de lo temporal, de lo finito, es decir, de esa realidad que sólo vemos. Necesitamos de otras cosas además del pan material. Necesitamos amor, sentido y esperanza, en cuyos senos, ese pan material cobra múltiples sabores y texturas. Estamos hambrientos de luz y no lo sabemos, y esa luz es la fe, es decir, como lo señala el Papa Francisco en la introducción a su Carta Encíclica Lumen Fidei, el gran don traído por Jesucristo a los hombres. Luz capaz de iluminar toda la realidad desnudando ante nuestros ojos de niños lo visible y lo invisible. Su palabra, cargada del Logos desde su origen, es el sol en cuyos rayos podemos beber la vida. Él es el encuentro con la posibilidad cierta de un nuevo modo de ser hombres. Quien cree en Él “entra por la fe en el origen personal y nuevo de Jesús, recibe este origen como el suyo propio”, nos enseña Benedicto XVI en su bello libro dedicado a la infancia de Jesús. La fe es un don traído por Cristo para entregarnos a un «Tú» que es Dios como certeza diferente de una realidad que no somos capaces de ver y de la que hemos estado alejados haciéndonos incapaces de Él.

La fe hace grande al pequeño mundo del hombre. La fe es un acto de libre entrega a un Dios que es Padre que me ama y que, por ese amor, se hizo hombre para comunicármelo de su viva voz viva. La fe, nos señala Benedicto XVI, es creer en este amor que nunca falla ante el mal y la muerte, por el contrario, transforma todas las formas de esclavitud, brindando la posibilidad de la salvación. La fe, obrada en nosotros por el Espíritu Santo para hacernos como árboles, es preparación de un lugar para poder convivir en armonía con los demás, en vista de que es capaz de revelar hasta qué punto son sólidos los vínculos humanos, por eso hace grande al hombre pequeño. No se trata sólo de una solidez interior, afirma Francisco, sino que ayuda a iluminar de la misma manera las relaciones humanas “porque nace del amor y sigue la dinámica del amor de Dios”. El Dios digno de fe construye para los hombres una ciudad fiable. El hombre de fe que es hombre como árbol apostará siempre y pondrá todo su empeño y voluntad en busca de la paz de la ciudad, ya que la paz de ella resultará de la paz entre nosotros. El hombre de fe que es como árbol también es y será instrumento de paz.

La fe proviene de un conocimiento auténtico de Dios que, al mismo tiempo, habilita un conocimiento auténtico de nosotros mismos y de los hermanos que nos acompañan. Por medio de ella somos capaces de ver a plenitud toda la luminosidad de la dignidad humana, por ello se expresa en la entrega por los demás, en la fraternidad, en la capacidad de amar que vence la soledad que entristece. La fe nos sitúa en el palpitar gozoso del Dios-Amor que nos ofrece un gusto nuevo y distinto de existir con los ojos abiertos para contemplar risueñamente toda la realidad. La fe es conocimiento de Dios y del hombre que implica, como advierte Benedicto XVI, un camino intelectual y moral alcanzado en lo profundo por la presencia del Espíritu de Jesús en nosotros, que nos orienta a superar “los horizontes de nuestros egoísmos y nos abrimos a los verdaderos valores de la existencia”. Debemos decidirnos conscientemente a querer ser cristianos que profesan su fe y a tener la valentía para distanciamos, si fuera necesario, de nuestro ambiente. Decía San Juan Pablo II que “la identidad cristiana exige el esfuerzo constante de formarse cada vez más, pues la ignorancia es el peor enemigo de nuestra fe. ¿Quién puede decir que ama de veras a Cristo si no se empeña en conocerle mejor?” María fue pequeña entre las pequeñas, Pedro fue pequeño entre los pequeños, San Francisco de Asís fue pequeño y pobre entre los pobres. Conozcamos a Cristo como lo hizo San Francisco de Asís, un hombre para estos tiempos, que, frente a una sociedad entregada a la conquista de la riqueza y del poder, él se mantiene aferrado a Cristo, a su conocimiento que es vivir la fe a plenitud y es por ello que, sin lugar a dudas, fue esa fe la que hizo grande al que era pequeño.

Paz y Bien


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