San Juan Pablo II señala que en El Cantar de los Cantares podemos hallar, entre la belleza que allí
se desborda, la profunda riqueza del lenguaje del cuerpo de los esposos
amantes. En sus líneas gritan los cuerpos que se entregan al amor
constituyéndose en signo visible de la participación del hombre y la mujer en
la Alianza de gracia y amor que Dios ofrece al hombre. Las palabras del esposo
se funden ardorosamente con las de la esposa como si se trataran de sus piernas
que se entrelazan en el lecho guiadas por el calor, la suavidad, la sutileza
del roce y se complementaran recíprocamente. Las palabras de los esposos,
afirma el papa, sus movimientos, sus gestos, corresponden a la moción interior
de sus corazones. Palabras que se abandonan en un beso largo cuyo origen ha
sido el anhelo, el ansia, la sed y el hambre haciendo del cuerpo un solo órgano
que siente la plenitud del gozo y la fugacidad del mango en las que, como escribiera
Alberto Ruy Sánchez, abrimos los ojos dormidos, cerramos los ojos despiertos,
amanecemos afuera y adentro, en nosotros. En medio del cantar, centro pleno de
los cuerpos que se transforman en una sola carne que ora y alaba, que palpita y
arde, se erige la imagen del jardín, lugar y refugio de los amantes, pero
también cuerpo de la mujer. Jardín es el jardín del amor, donde el amante entra
y donde goza de los frutos, al mismo tiempo que se le identifica con el amado
(4,16; 5,1). Jardín que se identifica con la amada (4,12-16), pero al mismo se
distinguen por cuanto ella es la fuente que riega el Jardín (4,12.15). Sobre
ese jardín y sus perfumes esta reflexión que se comparto hoy.
Las luces y oscuridades del jardín,
sus perfumes, sus aromas, reflejo del Verbo que nos llama a la unidad amorosa
transforma a los esposos en gotas de agua que caen con dulzura en una gota
mayor, un océano que no tiene comienzo, no tiene fin. Océano que es noche larga
y los esposos noches de la noche que se buscan entre sus luces, reflejos de una
luz mucho mayor, mucho más profunda, mucho más brillante. La buscan en medio de
ellos, dentro de ellos, y van más y más adentro, donde sólo una vela brilla y
los vuelve candelabros, luces del cielo en sus cuerpos terrenales. El esposo se
abandona a los giros de la caricia que, volcada desde el cielo, se lanza al
descubrimiento de su esposa “paraíso de granados con frutos exquisitos nardo y
azafrán, clavo de olor y canela, con árboles de incienso, mirra y áloe, con los
mejores ungüentos. ¡Fuente de los jardines, manantial de aguas vivas que fluyen
del Líbano! Despierta, viento del norte; acércate, viento del sur; soplen sobre
mi jardín, que exhale sus perfumes” (4,14-16) La esposa se abre como ojo
asombrado para que su esposo entre en su jardín a comer de sus frutos
exquisitos, y mientras los come, cierra los ojos para preguntarse con Rilke
sobre los cielos que allí, dentro de ella, se reflejan en su lago interior en
medio de tantas rosas abiertas. Escenas en un jardín como la que recuerda
Bachelard al recordar el Jardín de
Jacinto de Henri Bosco: “La cera suave penetraba en esa materia pulida bajo
la presión de las manos y el calor útil de la lana. Lentamente la bandeja
cobraba un brillo sordo. Parecía que subía de la albura centenaria, del mismo
corazón del árbol muerto, esa irradiación atraída por la frotación magnética; y
que brotaba poco a poco hacia el estado de luz sobre la bandeja. Los viejos
dedos cargados de virtudes y la palma generosa extraían del bloque macizo y de
las fibras inanimadas las potencias
latentes de la vida”.
Jardín, cuerpo de la amada en el Cantar de los Cantares que lleva de la mano a otro jardín, quizás
el mismo, pues el cuerpo de la esposa, a partir del beso que no acaba, se
transforma en un jardín dentro de otro jardín. Otro jardín, quizás el mismo,
como el que nos describe Mohamed Al-Nafzawi en su Jardín Perfumado. Antes de iniciar su viaje hacia las profundidades
perfumadas de su jardín, Al-Nafzawi comienza dando gracias al Todopoderoso por
haberle concedido la bendición de la intimidad, como quizás también lo ha
solicitado Tobías en su bello relato bíblico cuando afirma que Dios creó a Adán
e hizo a Eva, su mujer, “para que le sirviera de ayuda y de apoyo, y de ellos
dos nació el género humano. Tú mismo dijiste: «No conviene que el hombre esté
solo. Hagámosle una ayuda semejante a él» Yo ahora tomo por esposa a esta
hermana mía, no para satisfacer una pasión desordenada, sino para constituir un
verdadero matrimonio” (Tb 8,6-7). Sólo entonces el esposo entra al jardín a
observar la noche y a escuchar con la cabeza baja el murmullo de la oscuridad
que lo llama desde el comienzo de los tiempos cuando Dios, en un arrebato de
amor, tejió el nombre de él en cada esquina del vientre de ella. En lo profundo
del jardín, dentro muy dentro, el esposo recita a Tagore viendo la primera
estrella de la noche y el resplandor de una pira funeraria que se extingue despacio
junto al río callado. El esposo ha “bajado al nogueral a contemplar la
floración del valle, a ver si las vides habían brotado, a ver si despuntaban
los granados” (Ct 6,11).
Dentro, muy dentro, donde otra luz distinta a la de Dios no
brilla, la verdad del amor hace que el mismo lenguaje del cuerpo sea releído en
la verdad. Esta es también la verdad, dice Juan Pablo II, del progresivo
acercarse de los esposos que crece a través del amor: “y esa cercanía significa
también la iniciación al misterio de la persona, pero sin que esto implique su
violación”. El esposo en la medida en que se va adentrando en el jardín va
comprendiendo que no es un descenso, sino un ascenso en la dimensión subjetiva
del corazón, del afecto y del sentimiento, que permite descubrir en sí al otro
como don y, en cierto sentido, gustarlo en sí. Cada paso, una pequeña muerte,
un ligero espasmo, una convulsión que lo adhiere significativamente a la
belleza femenina en la que se detienen los sentidos para reconocerse como parte
de la sonrisa que es sello sobre toda su vida. Cerrando los ojos, el esposo
dentro, muy dentro logra arder en una visión, una muy hermosa, cuando Dios “se
paseaba por el jardín, a la hora de la brisa de la tarde” (Gn 3,8) y preguntaba
al hombre que donde estaba precisamente para estar en su compañía. Otro jardín
se abre ante los ojos del esposo, aquel donde el hombre pierde la intimidad con
Dios, y a consecuencia de ello, aparece la enemistad entre el hombre y la mujer
(Gn 3,12-13), y entre el hombre y la creación (Gn 3,15ss). Sin embargo, dentro
del jardín que es su esposa, ese que describe el Cantar, se produce el
reencuentro íntimo entre el amado y su amada, es decir, entre Dios, que es, en
este caso el amado, y la amada que es el hombre.
El esposo, inmerso en los perfumes que orbitan entre el amor
y los estremecimientos a los que se abandona, abre los ojos a sí mismo en la
esposa para decir “¡qué inapreciable es tu misericordia, oh Dios! Por eso los
hombres se refugian a la sombra de tus alas. Se sacian con la abundancia de tu
casa, les das de beber del torrente de tus delicias” (Sal 36,8-9).
Probablemente a esto se refería Robert Walser cuando escribía que quien no ama
no tiene existencia, no existe, ha muerto y “quien se deleita en amar se
levanta de entre los muertos, y sólo quien está vivo”. El lenguaje del cuerpo
que emana del Cantar de los Cantares,
como brote del jardín de la amada, nos habla de la dignidad del ser humano
recobrada y que la sexualidad es un camino para la trascendencia, para hacerse
uno con Dios siendo una sola carne con la esposa. Entonces, la sexualidad se
derrumba como objeto y camino de consumo, para ser promesa de vida, unión
mística que busca conservar vivo el anhelo de una unión más abarcante y
mantenernos en camino hacia dicha unión. En el jardín también cobra forma la
idea de que el amor es una fuerza poderosa que sana de la soledad metafísica y
que transforma, ya que la necesidad constante de encontrarse de los esposos
brinda la impresión de vivir la permanente experimentación de la cercanía,
continúan incesantemente tendiendo hacia «algo», como escribe Juan Pablo II,
“ceden a la llamada de algo que supera el contenido del momento y sobrepasa los
límites del eros, releídos en las palabras del mutuo lenguaje del cuerpo”.
En el jardín también el esposo desconoce el poder del tiempo
y se transforma en una paradoja en presente constante. En la laboriosidad de
jardinero que procura el riego fértil de cada planta, surtiendo con sudor
vehemente el verdor de cada tallo, de cada hoja por pequeña que sea, siempre se
pregunta por algo que parece estar siempre por venir y se mantiene en la espera
comprendiendo que cualquier llegada lo contiene y lo abandona. Entre los
umbrales que forman parte de la pasión va abandonando, poco a poco, sus olvidos,
sus pérdidas, sus miedos, sus angustias para recuperar, entre palpitaciones
violentas, pero dulces, sus anhelos, sus esperanzas, su promesa y la espera. La
pasión que se despierta en el jardín ayuda a recordar, en su lucha contra el
tiempo, aquello que ha sido relegado al olvido, y es que en las profundidades
del jardín, ya lo decíamos, el esposo se vuelve gota, agua que mira con los
dedos, dedos que se dejan de mirar, que se olvidan de sí mismos y se abrazan al
aliento pleno de la promesa que eterniza cada instante. Dedos que se confunden
con los dedos de la esposa que goteaban preciosa mirra mientras corre el
pasador para abrirle al amado y descubrir juntos, uno dentro del otro, más
sobre la verdad del amor que se expresa en la conciencia de pertenecerse
recíprocamente, frutos de la aspiración y búsqueda mutua, en la necesidad y en
esa dinámica del amor que los desnuda como personas, como dones que se reciben
en libertad.
Paz y Bien
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