En tu jardín

 Por Valmore Muñoz Arteaga

Tomado de: https://pixabay.com/es/photos/cuerpo-flores-arte-925250/

San Juan Pablo II señala que en El Cantar de los Cantares podemos hallar, entre la belleza que allí se desborda, la profunda riqueza del lenguaje del cuerpo de los esposos amantes. En sus líneas gritan los cuerpos que se entregan al amor constituyéndose en signo visible de la participación del hombre y la mujer en la Alianza de gracia y amor que Dios ofrece al hombre. Las palabras del esposo se funden ardorosamente con las de la esposa como si se trataran de sus piernas que se entrelazan en el lecho guiadas por el calor, la suavidad, la sutileza del roce y se complementaran recíprocamente. Las palabras de los esposos, afirma el papa, sus movimientos, sus gestos, corresponden a la moción interior de sus corazones. Palabras que se abandonan en un beso largo cuyo origen ha sido el anhelo, el ansia, la sed y el hambre haciendo del cuerpo un solo órgano que siente la plenitud del gozo y la fugacidad del mango en las que, como escribiera Alberto Ruy Sánchez, abrimos los ojos dormidos, cerramos los ojos despiertos, amanecemos afuera y adentro, en nosotros. En medio del cantar, centro pleno de los cuerpos que se transforman en una sola carne que ora y alaba, que palpita y arde, se erige la imagen del jardín, lugar y refugio de los amantes, pero también cuerpo de la mujer. Jardín es el jardín del amor, donde el amante entra y donde goza de los frutos, al mismo tiempo que se le identifica con el amado (4,16; 5,1). Jardín que se identifica con la amada (4,12-16), pero al mismo se distinguen por cuanto ella es la fuente que riega el Jardín (4,12.15). Sobre ese jardín y sus perfumes esta reflexión que se comparto hoy.

Las luces y oscuridades del jardín, sus perfumes, sus aromas, reflejo del Verbo que nos llama a la unidad amorosa transforma a los esposos en gotas de agua que caen con dulzura en una gota mayor, un océano que no tiene comienzo, no tiene fin. Océano que es noche larga y los esposos noches de la noche que se buscan entre sus luces, reflejos de una luz mucho mayor, mucho más profunda, mucho más brillante. La buscan en medio de ellos, dentro de ellos, y van más y más adentro, donde sólo una vela brilla y los vuelve candelabros, luces del cielo en sus cuerpos terrenales. El esposo se abandona a los giros de la caricia que, volcada desde el cielo, se lanza al descubrimiento de su esposa “paraíso de granados con frutos exquisitos nardo y azafrán, clavo de olor y canela, con árboles de incienso, mirra y áloe, con los mejores ungüentos. ¡Fuente de los jardines, manantial de aguas vivas que fluyen del Líbano! Despierta, viento del norte; acércate, viento del sur; soplen sobre mi jardín, que exhale sus perfumes” (4,14-16) La esposa se abre como ojo asombrado para que su esposo entre en su jardín a comer de sus frutos exquisitos, y mientras los come, cierra los ojos para preguntarse con Rilke sobre los cielos que allí, dentro de ella, se reflejan en su lago interior en medio de tantas rosas abiertas. Escenas en un jardín como la que recuerda Bachelard al recordar el Jardín de Jacinto de Henri Bosco: “La cera suave penetraba en esa materia pulida bajo la presión de las manos y el calor útil de la lana. Lentamente la bandeja cobraba un brillo sordo. Parecía que subía de la albura centenaria, del mismo corazón del árbol muerto, esa irradiación atraída por la frotación magnética; y que brotaba poco a poco hacia el estado de luz sobre la bandeja. Los viejos dedos cargados de virtudes y la palma generosa extraían del bloque macizo y de las fibras  inanimadas las potencias latentes de la vida”.

Jardín, cuerpo de la amada en el Cantar de los Cantares que lleva de la mano a otro jardín, quizás el mismo, pues el cuerpo de la esposa, a partir del beso que no acaba, se transforma en un jardín dentro de otro jardín. Otro jardín, quizás el mismo, como el que nos describe Mohamed Al-Nafzawi en su Jardín Perfumado. Antes de iniciar su viaje hacia las profundidades perfumadas de su jardín, Al-Nafzawi comienza dando gracias al Todopoderoso por haberle concedido la bendición de la intimidad, como quizás también lo ha solicitado Tobías en su bello relato bíblico cuando afirma que Dios creó a Adán e hizo a Eva, su mujer, “para que le sirviera de ayuda y de apoyo, y de ellos dos nació el género humano. Tú mismo dijiste: «No conviene que el hombre esté solo. Hagámosle una ayuda semejante a él» Yo ahora tomo por esposa a esta hermana mía, no para satisfacer una pasión desordenada, sino para constituir un verdadero matrimonio” (Tb 8,6-7). Sólo entonces el esposo entra al jardín a observar la noche y a escuchar con la cabeza baja el murmullo de la oscuridad que lo llama desde el comienzo de los tiempos cuando Dios, en un arrebato de amor, tejió el nombre de él en cada esquina del vientre de ella. En lo profundo del jardín, dentro muy dentro, el esposo recita a Tagore viendo la primera estrella de la noche y el resplandor de una pira funeraria que se extingue despacio junto al río callado. El esposo ha “bajado al nogueral a contemplar la floración del valle, a ver si las vides habían brotado, a ver si despuntaban los granados” (Ct 6,11).

Dentro, muy dentro, donde otra luz distinta a la de Dios no brilla, la verdad del amor hace que el mismo lenguaje del cuerpo sea releído en la verdad. Esta es también la verdad, dice Juan Pablo II, del progresivo acercarse de los esposos que crece a través del amor: “y esa cercanía significa también la iniciación al misterio de la persona, pero sin que esto implique su violación”. El esposo en la medida en que se va adentrando en el jardín va comprendiendo que no es un descenso, sino un ascenso en la dimensión subjetiva del corazón, del afecto y del sentimiento, que permite descubrir en sí al otro como don y, en cierto sentido, gustarlo en sí. Cada paso, una pequeña muerte, un ligero espasmo, una convulsión que lo adhiere significativamente a la belleza femenina en la que se detienen los sentidos para reconocerse como parte de la sonrisa que es sello sobre toda su vida. Cerrando los ojos, el esposo dentro, muy dentro logra arder en una visión, una muy hermosa, cuando Dios “se paseaba por el jardín, a la hora de la brisa de la tarde” (Gn 3,8) y preguntaba al hombre que donde estaba precisamente para estar en su compañía. Otro jardín se abre ante los ojos del esposo, aquel donde el hombre pierde la intimidad con Dios, y a consecuencia de ello, aparece la enemistad entre el hombre y la mujer (Gn 3,12-13), y entre el hombre y la creación (Gn 3,15ss). Sin embargo, dentro del jardín que es su esposa, ese que describe el Cantar, se produce el reencuentro íntimo entre el amado y su amada, es decir, entre Dios, que es, en este caso el amado, y la amada que es el hombre.

El esposo, inmerso en los perfumes que orbitan entre el amor y los estremecimientos a los que se abandona, abre los ojos a sí mismo en la esposa para decir “¡qué inapreciable es tu misericordia, oh Dios! Por eso los hombres se refugian a la sombra de tus alas. Se sacian con la abundancia de tu casa, les das de beber del torrente de tus delicias” (Sal 36,8-9). Probablemente a esto se refería Robert Walser cuando escribía que quien no ama no tiene existencia, no existe, ha muerto y “quien se deleita en amar se levanta de entre los muertos, y sólo quien está vivo”. El lenguaje del cuerpo que emana del Cantar de los Cantares, como brote del jardín de la amada, nos habla de la dignidad del ser humano recobrada y que la sexualidad es un camino para la trascendencia, para hacerse uno con Dios siendo una sola carne con la esposa. Entonces, la sexualidad se derrumba como objeto y camino de consumo, para ser promesa de vida, unión mística que busca conservar vivo el anhelo de una unión más abarcante y mantenernos en camino hacia dicha unión. En el jardín también cobra forma la idea de que el amor es una fuerza poderosa que sana de la soledad metafísica y que transforma, ya que la necesidad constante de encontrarse de los esposos brinda la impresión de vivir la permanente experimentación de la cercanía, continúan incesantemente tendiendo hacia «algo», como escribe Juan Pablo II, “ceden a la llamada de algo que supera el contenido del momento y sobrepasa los límites del eros, releídos en las palabras del mutuo lenguaje del cuerpo”.

En el jardín también el esposo desconoce el poder del tiempo y se transforma en una paradoja en presente constante. En la laboriosidad de jardinero que procura el riego fértil de cada planta, surtiendo con sudor vehemente el verdor de cada tallo, de cada hoja por pequeña que sea, siempre se pregunta por algo que parece estar siempre por venir y se mantiene en la espera comprendiendo que cualquier llegada lo contiene y lo abandona. Entre los umbrales que forman parte de la pasión va abandonando, poco a poco, sus olvidos, sus pérdidas, sus miedos, sus angustias para recuperar, entre palpitaciones violentas, pero dulces, sus anhelos, sus esperanzas, su promesa y la espera. La pasión que se despierta en el jardín ayuda a recordar, en su lucha contra el tiempo, aquello que ha sido relegado al olvido, y es que en las profundidades del jardín, ya lo decíamos, el esposo se vuelve gota, agua que mira con los dedos, dedos que se dejan de mirar, que se olvidan de sí mismos y se abrazan al aliento pleno de la promesa que eterniza cada instante. Dedos que se confunden con los dedos de la esposa que goteaban preciosa mirra mientras corre el pasador para abrirle al amado y descubrir juntos, uno dentro del otro, más sobre la verdad del amor que se expresa en la conciencia de pertenecerse recíprocamente, frutos de la aspiración y búsqueda mutua, en la necesidad y en esa dinámica del amor que los desnuda como personas, como dones que se reciben en libertad.

 Paz y Bien



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