En el Taller del Orfebre

 Por Valmore Muñoz Arteaga



Qué contemplo cuando contemplo tus ojos en silencio. Qué contemplo detrás de tu mirada cuando ésta se abre al mundo como una larga herida. Contemplo un recuerdo que me besa la mente. Recuerdo aquella noche en que sobre nosotros bajó una nube espesa e hizo que nuestros cuerpos echaran humo debido a un amor que, como fuego que no quema, comenzó a navegar por nuestras venas. Temblábamos violentamente al ver juntos cómo el humo que íbamos siendo ascendía como de un horno. Fui hombre y saquito de mirra. Fuiste mujer y tus ojos palomas que emprendieron su vuelo sobre la verde hierba que era nuestro lecho. Fuiste rosa entre los espinos. Fui manzano entre los árboles del bosque. Fuimos los mismos siendo otros dentro del Taller del Orfebre. Qué hermosas líneas nos ha dedicado Karol Wojtyla en su pequeña obra llamada El Taller del Orfebre, escrita bajo el seudónimo Andrzej Jawien en 1960 para la revista Znack. Un libro que recoge sus meditaciones sobre el sacramento del matrimonio y con el cual, luego de leerlo con devoción de enamorado, he volado hacia muchos momentos de mi vida en pareja, momentos de alegría, de dolor, de tristeza, de sufrimiento, pero que siempre vuelven al amor por el amor que nos dio forma en aquella primera cena como esposo de mi esposa, esa cena infinita, ese banquete distinto que nos cuenta sobre la fidelidad del amor por encima de toda prueba, ese momento cada vez más sagrado cuando compartí con ella el sagrado cuerpo de Jesucristo.

            En sus páginas suaves y verdaderas se desnuda frente a mis ojos un camino, cuyo fin no puede verse, pero que comenzó a tejerse tras aquel «sí» que compartimos llenos de convicción, pero también de una ignorancia que el propio amor cosechado por nuestro amor nos ayudaría a ir despejando día tras días, noche tras noche. Un amor que iba cobrando forma detrás del amor que nos va enseñando a no rendirnos sólo a las impresiones y a la magia de los sentidos, ya que las impresiones y la magia nos convocan a no salir nunca del propio «yo», a no llegar hasta la otra persona, a no valorar la belleza accesible al espíritu que no es otra cosa que la Verdad. Un amor que, mientras nos acaricia el corazón, va erosionando los «egos» para crear allí un puente entre la pareja, un puente fuerte y no una pasarela entre nenúfares y cañas. Un sueño que despierta en nuestra alma y nos advierte que somos extrañas resonancias que gravitan siempre en nosotros: yo soy ella y ella soy yo sin dejar de ser yo y sin dejar de ser ella. En sus páginas he comprendido que debo mantenerme entre los pasillos de ese taller, ya que, en las manos del Orfebre, el amor puede ser también como un choque en el que ella y yo adquirimos plena conciencia de que debemos pertenecernos, aunque llegara a faltar todo los demás, no importa los estados de ánimos y los sentimientos. En sus manos se puede advertir uno de esos procesos del universo que producen la síntesis: uniendo lo que está separado y ampliando y enriqueciendo lo que es angosto y limitado. En el corazón del Taller del Orfebre comprendí que los caminos que pudieron separarme de mi esposa, son los que al fin nos han unido y me han unido a ella de una manera que no pude sospechar jamás.

            Cierro un rato el libro. Miro mi mano donde llevo el anillo de mi alianza. Me lo quito para observarlo con detenimiento. Cuánto pesa este objeto que dejó de ser objeto: pesa mi destino con ella en armoniosa unidad que nos conduce a la plena sonrisa del Orfebre que lo hizo para nosotros antes de ser los anillos que luego escogeríamos para compartir en nuestras manos, nuestras vidas, nuestros sueños, nuestros anhelos, nuestras esperanzas. Una lágrima me recuerda que aunque muchas cosas pudieron quedarse en el camino, el camino continúa, está allí, y que este anillo es la señal inequívoca del constante encuentro entre el pasado y el futuro. Que aquí estamos los dos, ella y yo, naciendo siempre de tantos extraños instantes y de lo más profundo de tantos hechos, en apariencia, corrientes y sencillos. Y he aquí que ahora estamos, seguimos juntos. Seguimos unidos formando uno solo por obra de estas alianzas diseñadas por el Orfebre, en cuyas balanzas se pesan las tallas del corazón. El mismo Orfebre que dora relojes que miden el tiempo y que nos dicen que todo cambia, que todo pasa. Abro los ojos y vuelvo al libro. Wojtyla me dice con la serenidad que un día lo hará santo: “El peso de estas alianzas de oro no es el peso del metal, sino el peso específico del hombre, de cada uno de vosotros por separado y de los dos juntos […] El amor –el amor pulsa en las sienes, se vuelve en el hombre pensamiento y voluntad: voluntad de Mariela de ser Valmore, voluntad de Valmore de ser Mariela”. Voluntad de Valmore y Mariela, de Mariela y Valmore de dejar de ser ellos para ser uno en Dios, el gran Orfebre, “porque el hombre no perdura en el hombre indefinidamente y el hombre no basta”. Este anillo se ha vuelto un cántico que cada día es entonado con una cuerda nueva descubierta en el corazón. Cada sonido nuevo va acallando mi propia voz para sustituirla por otra voz, una voz que sólo habla de cosas que no acaban jamás. Una voz que me dice que soy una totalidad, una continuidad, que no puedo nunca reducirme a nada y que sólo peso en el misterio del amor cuando ella, mi esposa, se vuelve toda mi realidad.

            Aquí,  en el silencio musical del Taller del Orfebre, el amor no es una aventura. Posee el sabor de toda la persona con su peso específico y el peso de todo su destino. Aquí, el amor me transforma en algo más que un instante llevándome de la mano hacia su interior donde entro en la eterna dinámica de Dios que nos da peso, sustancia y sentido. Te abro la puerta del Taller, acércate también, Mariela, y escucha cómo mi corazón le roba a Dios su voz para decirte: “amada mía, no sabes cuánto me perteneces, hasta qué punto perteneces a mi amor, hasta qué punto perteneces a mi amor y a mi sufrimiento –porque amar significa dar la vida con la muerte, amar significa brotar como una fuente de agua viva en lo más hondo del alma, que convertida en llama o ascua no puede extinguirse jamás. ¡Oh, la llama y la fuente! No sientes la fuente, pero la llama te consume” Nos consume, ¿verdad? Somos dos lámparas. Tú me das parte de tu llama. Yo te doy parte de mi aceite aquí, en el Taller del Orfebre, que es la misma vida compartida en una sola carne.


Paz y Bien

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