Por Valmore Muñoz Arteaga
En
el acto II, escena II de su Hamlet,
Shakespeare, nos muestra al hombre en su gloria y en su miseria: “¡Qué obra
maestra es el hombre! ¡Cuán noble por su razón! ¡Cuán infinito en sus
facultades! En su forma y movimiento, ¡cuán expresivo y maravilloso! En sus
acciones, ¡qué parecido a un ángel! En su inteligencia, ¡qué semejante a un
dios! ¡La maravilla del mundo! ¡El arquetipo de los seres! Y, sin embargo, ¿qué
es para mí esa quintaesencia del polvo?” Algo similar nos ofrece en sus Pensamientos Blaise Pascal cuando, al preguntarse
acerca de qué es exactamente el hombre termina por señalarlo como una quimera,
como novedad monstruosa, como caos, sujeto de contradicciones. El hombre es
juez de todas las cosas, pero, al mismo tiempo, es miserable gusano de tierra.
Depositario de la verdad, así como cloaca de incertidumbres y errores. Gloria y
negación del universo. La explicación sobre el hombre, al igual que el amor, de
cuya imagen brotó al inicio de los tiempos, es harto fácil, harto difícil,
precisamente por ser una contradicción siempre misteriosa. El hombre es,
entonces, un misterio, pero que puede ceder a su comprensión por medio de la
luz de otro misterio mayor que él. El misterio que envuelve al amor, fuente y
origen de todo lo visible y lo invisible. Sin embargo, ese amor luminoso vino
al mundo, pero los hombres dieron la espalda a ese amor y se lanzaron en brazos
de las tinieblas (Jn 3,19) Romper con esa contracción es posible si nos abrimos
a la lógica del amor como acceso a la persona.
Para saber qué es el hombre debemos
aventurarnos en la indagación de lo que es la persona y hacerlo, además, desde
la perspectiva del amor, desde su lógica, pues, el amor es justamente la
apertura a lo valioso de la realidad, de las cosas que nos rodean. El amor,
dice Max Scheler, es un explorador o un guía que busca los valores, que es
capaz de ir ampliando cada vez más la esfera de valores accesibles al hombre. Esta
lógica del amor, como la llamara en su momento Scheler para hacerla eje central
de toda su ética, contribuye enormemente a abrirnos ante la posibilidad de
erigir una nueva antropología que pueda apoyarse sobre una experiencia
esencialmente humana. Una antropología que promueva un cambio que contemple
toda comprensión e interpretación del hombre en lo que es esencialmente humano,
que produzca una visión que vaya mucho más allá de la simple corporeidad. Como
lo señalaría Juan Pablo II al señalar que no se trata solamente del cuerpo,
sino del hombre, “que se expresa a sí mismo por medio de ese cuerpo y en ese
sentido «es», por así decirlo, ese cuerpo”. En los actos de cada hombre se
desnuda esplendorosa o lóbrega la constitución de la persona. Los actos, cada
acción, van dando forma al hombre que vamos siendo y ese «ir siendo» va
generando nuevos actos, nuevas acciones. La persona se va realizando en un
dinamismo concreto y ese dinamismo es el amor en el sentido trinitario, es
decir, en la donación que contribuye a que el otro también pueda ser. Somos un
entramado que socorre a otros en su devenir humano, mientras esos otros nos
socorren en el nuestro. El resultado será la realidad que desde cada «mismidad» humana vaya determinando.
El amor no es simplemente una
emoción, también es una manera de relacionarnos, al menos así lo afirma Martha
Nussbaum quien, partiendo de la ética aristotélica, está convencida de que el
amor nos permite siempre un conocimiento profundo de nosotros mismos y del otro
y, obviamente, si permitimos que sea el amor quien aromatice nuestras acciones es
posible que, poco a poco, esa utopía de una civilización del amor vaya
desnudándose en pleno corazón de la realidad. Creo que fue Marcel Proust quien,
entre muchos otros, apuesta por intentar promover un conocimiento a partir del
corazón, pues, hay un espacio interior al cual la ciencia del conocimiento no
tiene acceso. Nussbaum señala que el conocimiento del corazón debe provenir del
mismo corazón, debe irse tejiendo progresivamente a través de las penas y
anhelos, de nuestras propias respuestas emocionales: un conocimiento del
corazón por medio del escrutinio del intelecto, o como apuesta la Iglesia
cuando propone un conocimiento del hombre y del mundo a partir del abrazo
amoroso entre fe y razón. El mundo en el que nos vamos tejiendo y destejiendo
se nos antoja una construcción, frágil gracias a Dios, que insurge a partir de
la vergüenza y la repugnancia. Si lo que mueve a los hombres son las emociones,
entonces es fácil comprender cómo es que las relaciones con los otros parecen
estar modeladas por el asco, aunque se pueda creer que vienen acariciadas por
las venas siempre novedosas del amor. Efectivamente, somos una contradicción
constante y permanente, pero siempre tenemos la oportunidad de decidir entre
Cristo y Barrabás.
Juan Pablo II que centró todo su
pontificado en la evangelización a partir de la verdad y el ethos que vibran en
el amor humano, afirma que el significado normativo de las palabras de Cristo
está profundamente enraizado en su significado antropológico, en la dimensión
de la interioridad humana. “Las palabras de Cristo tienen un explícito
contenido antropológico (…) Estas palabras, mediante su contenido ético,
constituyen esta antropología y simultáneamente exigen, por así decirlo, que el
hombre entre en su plena imagen” comprendiendo que tantos las razones
antropológicas y éticas permanecen en
relación recíprocas. Unas se alimentan de las otras y las otras se desbordan en
la realidad hechas acciones que develan a la persona. Unas se alimentan de las
otras cocidas por una consciencia distinta: una consciencia de la armonía. Panikkar
nos habla de ella como el resultado espontáneo de la integración de las tres
dimensiones humanas, es decir, de la sensibilidad, de la razón y de la fe: ni
dominio de una sola forma, ni de dos, sino interpenetración en relación de
interdependencia. Lo crítico y lo místico tienen una raíz común, y eso parecen
haberlo intuido tantos, como Proust, por ejemplo, quien, como ya apuntamos, nos
propone un conocimiento a partir del corazón, que nos recuerda –o debería
recordar– las constantes solicitudes evangélicas de mirar con los ojos del
corazón. Razón, fe y sensibilidad en armonía son un llamado constante a
descubrirnos como seres vivos que respondemos a un sistema abierto que no tiene
cabida dentro de ningún totalitarismo racional o intelectual, ese gran hermano al cual le debemos el
derrumbamiento de lo humano en el corazón de la sociedad.
Shakespeare y Pascal, así como
tantos otros están en razón al afirmar que el hombre es una contradicción, ser
de luz y sombras, lo hemos dicho, pero, al mismo tiempo, también es un ser
místico por naturaleza, pero ha preferido ser, más bien, un ser sin contenido,
sin sentido, anodino, oído presto siempre al canto de las sirenas. Cuando el
amor pierde contenido, pierde sentido, la persona y sus acciones también, se
desvían de su cauce natural que es la búsqueda concreta del bien. Esa búsqueda
es la que tiene por objetivo el hallazgo de la Verdad: la verdad de la persona
humana, aquello por lo que la persona es lo que es, en su no reductibilidad, es
una verdad que implica un llamamiento a la libertad de la persona misma, o como
lo señala Juan Pablo II: el ser-personal implica un deber-ser. La verdad es el ser
mismo, toda criatura está constituida por esa relación de origen con Dios: este
es su ser. Dios es amor y la percepción de Dios, el Ser,
como amor cristalizado parece llevar a la experiencia de su estructura como
amor universal, como una efusión de amor que no tiene en cuenta los objetos a
los que se dirige: en otras palabras, un amor total a todo aquello que lleva en
sí una chispa del Ser. Si la estructura de Dios, de lo último es el amor,
reflexiona Panikkar, entonces este es el amor que ama, o amor del amor,
amor-en-sí-mismo: es como un ‘ojo’ que se ve a sí mismo, una ‘voluntad’ que se
ama a sí misma, un ‘ente’ que se vuelca fuera como ‘Ser’, una ‘fuente’ que se
reproduce totalmente en una imagen idéntica y que después emerge en el Ser como
aquello que acoge a la fuente. Volviendo a Scheler, para él el amor es un
movimiento ascendente que está asociado al valor. Por eso, en un inicio se
siente un amor inferior que se va alimentando a través de la atención, el
interés y el percatarse de, hasta hacerse superior, es decir, hasta el
despertar de un «abrir de ojos», hasta que la autenticidad del amor se
manifiesta.
El Concilio Vaticano II y la
Doctrina Social de la Iglesia apuntan hacia la posibilidad de construir una
civilización del amor fundada en el respeto a la dignidad de la persona humana.
Esto implicaría, sin duda, replantear por completo la visión antropológica
dentro de la cual hemos sido definidos. Dar la espalda a la cultura de la
muerte harto explicada, para plantarnos frente a la determinación de darle
forma a una cultura de la vida a partir del amor. Para ello es fundamental una
nueva y más fresca comprensión de la educación que hunda sus raíces en la
profundidad del amor que ayude al ser humano a percibir su entorno inmerso en
una dinámica de emociones, pues como escribe Goethe: “Quien contempla en
silencio a su alrededor, aprende como edifica el amor”. Con este pensamiento
referimos la cultura del amor, y en cierto modo el camino hacia Dios. Cuando el
ser humano ama a una persona, una cosa, o la naturaleza, quiere decir que en su
centro personal sale de sí como unidad corporal y comienza la acción
constructiva del mundo y sobre el mundo con la esencia del amor. Esta nueva
contemplación del hombre y el mundo a partir de la lógica del amor debe nacer
en la familia, en la escuela y en la comunidad, esta tríada es la que incide
para que el ser humano construya sus valores desde la esencia del amor y
aprenda a reconocerse y a reconocer a los otros como personas. Todo se
desentraña en un darse cuenta, darse cuenta que él o ella es un ser único,
capaz de amar y de ser amado, por lo que, todo aquello que siente corresponde a
su estructura de valores, el amor en todos sus niveles, el cariño, los estados
sentimentales, la indiferencia, la alegría, la tristeza, la simpatía, la
compasión, entre otras.
Paz y Bien
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