San Oscar Arnulfo Romero y los Derechos Humanos

 Por Valmore Muñoz Arteaga


En América Latina ha habido una serie de obispos que se han distinguido por su opción por los pobres y su denuncia de la injusticia. Recuerdo unos cuantos: Helder Cámara y Pere Casaldáliga, en Brasil; Leónidas Proaño, en Ecuador; don Sergio Méndez Arceo, en Chiapas; y los obispos que han muerto asesinados, como Enrique Angelelli, en Argentina; Juan Gerardi, en Guatemala; Joaquín Ramos, en El Salvador, y Gerardo Valencia, en Colombia. Sin embargo, Mons. Oscar Romero ha sido el más significativo, no sólo por ser el único asesinado en medio de una Eucaristía, sino por el profundo proceso de conversión que vivió antes de transformarse en ese precursor en la lucha por los derechos humanos en nuestras tierras. Durante mucho tiempo, su oficina en el Arzobispado de San Salvador acudió mucha gente para mostrar a Mons. Romero las diferentes violaciones de los derechos humanos que sufrían. Monseñor los escuchaba con paciencia y acompañamiento evangélico lo que lo llevó a crear la Oficina de Socorro Jurídico, más tarde la Oficina de Tutela Legal, para que investigase la certeza de los hechos y así poder defender a la gente, en especial, a los más pobres.

Una semana antes de su asesinato, Mons. Romero expuso en una homilía que “nada me importa tanto como la vida humana. Es algo tan serio y tan profundo, más que la violación de cualquier otro derecho humano, porque es vida de los hijos de Dios y porque esa sangre no hace sino negar el amor, despertar nuevos odios, hacer imposible la reconciliación y la paz. Lo que más se necesita hoy aquí es un alto a la represión”. De allí brotaba su enconada defensa por los derechos humanos, de su amor y defensa a la sacralidad de la vida, pues el derecho a la vida es el más fundamental de todos los derechos, es el valor de todos los valores y todos, absolutamente todos, tienen derecho, no sólo a la vida, sino a su promoción por medio de mecanismos que garanticen su seguridad en todos los órdenes políticos, sociales, económicos y culturales. Todo cuanto atente contra la vida es producto de la violencia y la violencia, lo tenía muy claro Monseñor, es indigna del ser humano. La sacralidad de la vida es un principio religioso absoluto. En sus homilías dejaba claro a quienes lo escuchaban con el corazón abierto o cerrado, que el derecho a la vida es universal, pertinente a todo ser humano en todo tiempo y lugar; es inviolable, protegerla es un deber radical que no admite abdicación, ni giros ideológicos, ni componendas; es inviolable, ningún camino humano puede ser transitado para suprimirla o mermarla; es un derecho rígido, ya que, nos lo dejó muy claro en su famosa homilía del 23 de marzo de 1980, no hay ley humana que esté por encima de la vida, no sólo por ser la vida un regalo de Dios, sino porque los gobiernos y sus leyes pasan, pero el ser humano queda y es principio de servicio de todo gobierno y de toda ley.

“Todo cuanto atenta contra la misma vida, como son el asesinato de cualquier clase, el genocidio, el aborto, la eutanasia, y el mismo suicidio voluntario, todo lo que viola la integridad de la persona humana (...). Todas esas prácticas y otras parecidas son en sí infamantes (...), son totalmente opuestas al honor debido al Creador”. ¿Acaso un gobierno que no tiene en consideración que su pueblo pasa hambre y muere de ella debido a la incompetencia para resolver este dilema está atentando contra la vida? Acaso un gobierno que no es capaz de resolver el severo problema del acceso del pueblo a los medicamentos y que, por el contrario, agrava cada vez más dicha situación, ¿no está atentando contra la sacralidad de la vida? Bajo la perspectiva de Monseñor Oscar Romero, y su perspectiva es la misma de la Iglesia, todo gobierno que actúe de manera semejante está opuesto a Dios y oponerse a Dios es oponerse al hombre. No puedes amar a lo que no ves, si eres incapaz de amar lo que sí puedes ver. Monseñor Romero no consiente, ni acepta como legítimo ningún atentado contra la vida de un ser humano. No lo admite. No lo justifica, es que no tiene justificación alguna. Matar, de cualquier manera, es insultar al Creador: “El mandamiento del Señor, «No matarás», hace sagrada toda vida; y aunque sea de un pecador, la sangre derramada siempre clama a Dios, y los que asesinan siempre son homicidas”.

En su momento, como es de suponer de hombres cobardes e irresponsables, fue señalado de promover la violencia, de despertar el odio y atentar contra la paz. Sin embargo, claro en sus principios que bebían de las fuentes del Concilio Vaticano II, respondió: “La violencia no la está sembrando la Iglesia, la violencia la están sembrando las situaciones injustas, la situación de instituciones y leyes injustas que solamente favorecen a un sector y no tienen en cuenta el bien común de la mayoría. Y aquí la Iglesia no se podrá callar porque es un derecho evangélico que la asiste y un deber hacia el Padre de todos los hombres, que la obliga a reclamar a los hombres la fraternidad”. La violencia es inhumana, no es cristiana, no es evangélica. Por eso, para Mons. Romero la defensa de los derechos humanos tampoco podía ser producto del odio, la violencia y la venganza. Todo hombre que diga promover y defender los derechos humanos, pero que sus actos sean llevados por el bastardo interés político, por el odio o la frustración, más que defender la vida lo que hace –y con conocimiento de causa– es defenestrarla, vaciarla de su contenido y sentido. En todo caso, y como él mismo fue testimonio, la vida se defiende entregando la vida: “Cuando Cristo nos dice en la segunda lectura de hoy: «Amad como Cristo que se entregó por vosotros». Así se ama. La única violencia que admite el Evangelio es la que uno se hace a sí mismo. Cuando Cristo se deja matar, esa es la violencia, dejarse matar. La violencia en uno es más eficaz que la violencia en otros. Es muy fácil matar, sobre todo cuando se tienen armas, pero ¡qué difícil es dejarse matar por amor al pueblo!” Qué difícil es dejarse matar por amor al pueblo, pero qué fácil es matar al pueblo de hambre para que el presidente, el ministro, el gobernador o el alcalde puedan comer mejor.

La historia nos cuenta cómo la vida de Monseñor Oscar Romero se veía cada vez más amenazada por ser voz de los que no tenían voz; sin embargo, nunca, en ningún momento, se salió de su propia prédica, su denuncia, cada vez más clara y precisa, seguía estando enmarcada en el amor, la paz y la justicia. Un rasgo particularmente cristiano en el proceder de Monseñor fue que su defensa de los pobres y oprimidos, sus denuncias de las violaciones de los derechos humanos, nunca manaron del odio. Paradójicamente, siempre fue apasionado por fomentar el amor entre todos sus diocesanos y entre todos los salvadoreños, ya que, como San Pablo (Rm 12,21), estaba convencido de que se tiene que vencer el mal con el bien, pues la violencia nunca es cristiana, ni evangélica. “El evangelio no permite el odio, ni siquiera a los enemigos. Somos cristianos y no quedan huellas de odio y de rencor en el alma. La Iglesia jamás predica el odio. La Iglesia siempre predica el amor”. El hombre cuando se deja abrazar por el odio, aunque hayan elementos que puedan justificar ese odio, se transforma en un infierno, en un ser llamado a la destrucción, en una potencial espiral de violencia. Cuando el hombre se vuelve su propio infierno y un infierno para otros, entonces, deja de distinguir que desde el origen lleva en sí un germen de vida y un germen de muerte y, normalmente, termina por prevalecer el germen de muerte que viene atado a lo que los teólogos han llamado «pecado original» o, si preferimos, «impulso hacia la muerte». Ese germen de muerte se acopla perfectamente al mundo de hoy, pues el mundo de hoy es producto de su grisáceo corazón y que tiene la seducción suficiente como para hacer creer al hombre que construye una vida cuando, en realidad, está construyendo su propia muerte.

De ello, Romero tuvo perfecta conciencia, por eso señaló con harta frecuencia que era el egoísmo y el interés de querer tener cada vez más, la idolatría del dinero, lo que incitaba las violaciones de los derechos humanos y los sufrimientos innecesarios de las mayorías empobrecidas de su pueblo. Y que había que denunciarlo y llamar a la conversión a los ricos que no querían compartir. En esto fue también muy fiel a Cristo, quien proclamó programáticamente que no se puede servir a Dios y al dinero a la vez (Lc 16,13; Mc 10,25): “En una sociedad, sí, habrá división. Mientras haya quienes, tercos a su modo, de pensar caprichoso, quieren construir una paz sobre bases de injusticias, sobre egoísmos, sobre represiones, sobre atropellos de los derechos (así no se construye la paz) habrá una paz ficticia”. Siento que en la mente de Monseñor revoloteaban las palabras que San Juan escribiera en el Evangelio: “A esos pobres los tendrán siempre con ustedes” (Jn 12,8). La presencia real de los pobres entre nosotros, es un desafío a nuestra sensibilidad humana y cristiana, por ello de importancia radical para quienes no somos pobres. Su presencia nos tendría que impulsar a establecer lazos de solidaridad, protesta, y lucha con ellos, porque la pobreza es un pecado social denunciado por la Iglesia con profusa frecuencia, y es la tarea de los seres humanos, en especial de los cristianos, esforzarse por suprimir este mal social en orden a proveer una distribución más equitativa de los bienes de la Creación. Es nuestro deber protestar contra el egoísmo que divide la sociedad en ricos y pobres, causando una brecha socioeconómica que margina inhumanamente a las grandes mayorías mientras aumenta la comodidad y la ganancia de los pudientes. Esto no es la voluntad de Dios. Al contrario, la voluntad de Dios es suprimir este sistema que crea una injusticia social tan marcada, porque Dios es afinidad innata hacia los pobres. Particularmente en Venezuela que, en los últimos años, ha nacido nuevas formas de pobreza articuladas por el hambre y el negado acceso a los medicamentos cuando los hay.

El próximo 24 de marzo se cumplirán 38 años del asesinato de Monseñor Romero, pero también se cumplen 50 años de la Conferencia de Medellín y 70 años de la declaración universal de los Derechos Humanos. Fechas que se entrelazan al sufrimiento de un pueblo atormentado por el hambre, por las enfermedades, por el llanto de tantas madres y padres que han visto partir de sus brazos hacia otros países o hacia el cielo a sus hijos. Un pueblo que no merece tanto vilipendio, tanta burla, tanto desprecio. Ha sido ese dolor el que, de alguna manera, ha movido las manos que golpean este teclado. Ha sido ese dolor el que, de alguna manera, me une al corazón todavía vivo de Monseñor Oscar Romero quien mira a Venezuela y le dice con su voz suave, pero enérgica: “Hermanos, sí de verdad lo somos, ¡hermanos!, trabajemos por construir un amor y una paz –pero no una paz y un amor superficiales, de sentimientos, de apariencias–, un amor y una paz que tiene sus raíces profundas en la justicia. Sin justicia no hay amor verdadero, sin justicia no hay la verdadera paz. He aquí, pues, que si queremos seguir la vertiente del bien que nos hace solidarios con Cristo, tratemos de matar en el corazón los malos instintos que llevan a estas violencias y a estos crímenes y tratemos de sembrar en nuestro propio corazón, y en el corazón de todos aquellos con quienes compartimos la vida, el amor, la paz, pero una paz y un amor con la base de la justicia”


Paz y Bien

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