Apuntes surrealistas sobre el desborde de la caricia

Por Valmore Muñoz Arteaga


I

           Decía André Breton que la imaginación no puede cumplir por mucho tiempo una actitud subordinada. Llega un momento en el cual se desata y deja al hombre solo y abandonado a su destino de tinieblas. De hecho, asegura el poeta francés que lo que más amaba de la imaginación era que ella jamás lo perdonaba. No puede haber libertad si la imaginación queda presa a las órdenes de cierto utilitarismo convencional al cual nos convocó el racionalismo cartesiano y teologal. Ante tantas normas, leyes y reglas que nos vuelven una especie de extensión de Planilandia, queda la locura. Estoy plenamente dispuesto a reconocer, dirá Breton, que los locos son, en cierta medida, víctimas de su imaginación, en el sentido que ésta les induce a quebrantar ciertas reglas, reglas cuya transgresión define la calidad del loco, lo cual todo ser humano ha de procurar saber por su propio bien. La locura abre las compuertas a las alucinaciones, las visiones y éstas, en modo alguno, son una fuente de placer despreciable. Sobre esto advierte en una carta escrita al poeta zuliano Hesnor Rivera, a quien conoció en una visita que el creador de Silvia le hiciera en su apartamento de París a mediados de los años 50, dice “Hesnor, no le tema a las sacudidas que ofrece la locura, la sensualidad más culta goza con ella, y me consta, como seguro le consta a usted, que muchas noches acariciaría con gusto aquella linda mano que, en las últimas páginas de La Inteligencia, de Taine, se entrega a tan curiosas fechorías”. Estas pocas líneas bastaron para que Hesnor compusiera su libro Apuntes del Alucinado que, por razones financieras, nunca vio la luz. 

Para todos es harto conocida la práctica con la cual los surrealistas celebraban la cópula entre la imaginación y la palabra. El cadáver exquisito fue una técnica artística que consistió en ensamblar colectivamente un grupo de palabras o de dibujos sin otra orientación distinta a la libertad creativa. Esta técnica parece haber sido tomada por los surrealistas de un famoso juego de mesa de la Inglaterra victoriana llamado Consecuencias  que consistía en que cada uno de los jugadores en su turno escribe, sin que las demás lo vean, una palabra o frase que responda por orden a una de las siguientes cuestiones: El nombre de un hombre, el nombre de una mujer, el nombre de un lugar, un comentario, un segundo comentario y un resultado que sería la consecuencia que da título al juego. Al final se leía el resultado y terminaba apareciendo una historia totalmente descabellada. Al cadáver exquisito fueron asiduos poetas como Robert Desnos, Paul Eluard, Tristan Tzara, entre otros. Sin embargo, poco se sabe de otra actividad celebratoria de los surrealistas. Quizás poco se sabe pues-to que la idea surgió de Eluard y no de Breton, quien se encargó, a fin de cuentas, de determinar lo que era o no era surrealismo. 

La actividad poética fue bautizada por Eluard como Le rire de la caressedépassés, en castellano: La risa de la caricia desbordada. Surgió una tarde cuando recién terminaba de hacer el amor con Gala, como saben, la musa de Salvador Dalí. Cuenta Eluard que al intentar levantarse del lecho, Gala quiso detenerlo estirando su brazo hacia él. No lo alcanzó del todo. Tan sólo uno de sus dedos rozó levemente la espalda desnuda del poeta. “Aquella caricia, cuenta Eluard, conturbó mi espíritu. Me aisló durante un segundo en la disolvencia más extraña, como si me depositaran en un cielo distinto al cielo que nos cubre. Me sentí un bello precipitado que podía llegar a ser el bello precipitado que soy” Esa caricia que se abrió ante él como un descubrimiento de nuevas sensaciones sirvió para proponerle a los surrealistas repetir su experiencia y escribir sobre ella. Aragon le preguntó si tenía que hacerle el amor a Gala para ello. No, respondió tajantemente Eluard. 

La actividad consistió en registrar en papel las primeras sensaciones que estallan al primer contacto con el dedo de la amada. Por supuesto, el trato con ella sería no advertirles en qué momento llegaría la caricia. De eso se encarga-ría la electricidad propia de las pieles cuando advierten, sin rubor alguno, el calor que emana de la hospitalidad de la carne, ese instante en el cual la imagen se hace carne. Carne banquete. Carne gozosa. Carne feliz. Carne sabia. Carne que nutre e insiste en nutrir. Carne que da a beber y bebe de su propia copa. Carne que multiplica las manos, que se afana, que mueve la raíz, que se contonea para acrecentar sus sabores. Carne sabrosa que nos absorbe hasta la pobreza. Ese, ese instante era el que tenían que recoger y llevarlo al día siguiente para ser leído por cada uno de ellos. 

II 

Estaban todos sentados en torno a la mesa cubierta de botellas de vino, algunas cervezas, quesos de distintos tipos, embutidos y papeles, muchos papeles. Era la noche del 1 de diciembre de 1927. El primero en tomar la palabra fue, como es de suponer, Paul Eluard. Se puso de pie, carraspeó su garganta luego de tomar un trago sin ojos de vino. Entonces leyó: Tras el roce, las puertas se abren, se descubren las ventanas. Un fuego se enciende, me deslumbra y despierta a las criaturas que yo no he deseado. Animales exaltados bañan de sudores la noche sobre las mesas de juego. Límite de nuestras fuerzas. Pluma de agua clara. Fantasma de tu desnudez. Frescor velado. Vela que arde por la noche y flamea su llama para describir el deseo flotante de vivir. Tiniebla que revela. Ansias inauditas de ser uno con la arena para que no sientas mis pasos acercarse a tu cuerpo que espera. Lágrima revelada que corre sobre la superficie de un cuerpo moldeado por la nota triste de un fado portugués. Violín que pende sobre las balanzas del silencio. Voz infantil. Violeta soñada con baños de leche. Piel blanca como sueño de pan fresco. Instante bajo las lámparas donde nos sentamos a desanudar truenos al final de la noche que no comienza. Instante desconocido donde los hombres nos escapamos de nosotros mismos y acudimos deshechos al ruido incesante de la serpiente de los lazos de sangre. 

Todos celebraron la lectura de Eluard que tomaba asiento sudado y algo mareado. Seguidamente se puso de pie Paul Delvaux y dijo que, si bien no era poeta, hizo el experimento. No escribió nada, pero pintó. Aragón sorprendido de que la mujer desnuda de la pintura se asemejara a la mujer que desbordó su caricia sobre él, la  describe de la siguiente manera: Un desnudo cotidiano, a la medida de mi medida. Un desnudo de amante que calla ahí, detrás del desnudo. Esa mujer de Delvaux, esa sola mujer, ese solo desnudo se transformó en tejido carnal donde aprender a multiplicarse. Un desnudo que al ser contemplado en silencio te quema poco a poco la vista con los rugidos sorprendentes del deseo. Eso, una quemadura ácida en los miembros, eso me pareció aquella pintura. Artaud tan sólo dijo: ese cuerpo largo parece vértigo extendido. Eluard, todavía aturdido no se sabe si por el vino o por los recuerdos que acababa de contar acarició la espalda de la mujer tumbada en la pintura. Cerró los ojos y atropelladamente dijo: suavecita como pájaro transparente. Todos aplaudieron la pintura de Delvaux para seguir con la aventura poética. 

III 

Mientras leo los textos escritos por estos poetas, recuerdo una tarde en que me senté a resolver las ecuaciones de pájaros de Benjamin Péret. No resolví nada, pero comprendí que el capricho resulta ser casi siempre un camino luminoso hacia la posibilidad de poseernos por entero y anarquizar la turba de los deseos que nos dan forma en cierta forma. La poesía, me lo dijo en más de una oportunidad Hesnor Rivera, lleva en su vientre la perfecta compensación de las miserias que padecemos. La poesía nos lleva a todas partes desde la virtud de los pájaros. La poesía, Valmore, es la agitación infatigable de las caderas de esas mujeres que aman hacer el amor, así lo descubrí en Chile, así te aletea la vida poética cuando sucumbes a la parsimonia amorosa de tu Divina. Ah la Divina, la Divina, la cuerda locura de amar al amor. Pensando en la Divina volví a las anotaciones de aquella noche que Eluard recogió en su libro Dans la mémoire de la touche, en castellano En la memoria de la caricia, publicado un día en que Dios estaba enfermo. 

Tomó la palabra Aragón. Se notaba muy entusiasmado. Tras el roce, dijo, veo tu cuerpo y tú respiras. Serio placer color de absoluto. Suspiro. Oigo profundamente callar tu roce en mi espalda. Me arranca de la ausencia y me sumerge en los sentidos de la noche. Desgarro. Hambre. Desesperación amarga que conjura quimeras. El tiempo siempre es poco para los amantes. Tu roce despierta mi roce y emprende su andar de ciego mendigando a través de las islas, de la melancolía que va armando con piedras lunares una pirámide de lágrimas. Agonía invisible. La mirada de tus dedos espléndidos me deshilacha el manto fantasmal de las intenciones ocultas. Mis ojos, mis ojos, amor mío, desorbitados por todo lo que sea placer. Bebo tu leche como tinta y escribo lo que sería sin ti que viniste a mi encuentro. Sería un corazón durmiente. Una hora parada en la esfera del reloj. Un torpe balbuceo. Acaso un sollozo. Desde que soy hombre nunca había sido hombre. Sólo ahora, tras el murmullo de tu roce en mi espalda. 

Aplaudieron otra vez. Aragón tomó asiento sediento. Apuró un vaso de vino y se tumbó sobre la mesa donde rodaban los recuerdos más ardientes. Era el turno de Antonin Artaud. Señores, dijo, bajo esta costra de hueso y piel que es mi cabeza, hay constancia de una angustia tras el roce de esa mano. Roce simple que me ha transformado en una voluntad tendida, en una renuncia constante ante ese gesto simple. Tras sentir su mano en mi espalda tengo la sensación de estar cargando en el cuerpo, un sentimiento de increíble fragilidad, que se transforma en rompiente dolor. Tristan Tzara, aburrido de las locuras de Artaud, le replicó, por favor, Antonin, comienza a leer, debo levantarme temprano mañana para escandalizar a la burguesía. Artaud, lo miró por encima del hombro con sonrisa soterrada y comenzó: Tras el roce mi carne aprenderá a tocar la corteza de la vida y se enciende esta extraña sensación de erosión en mi sexo. Soy entonces, músculo retorcido, incendio, sentimiento de ser un vidrio frágil, un miedo, una retracción ante el movimiento y el ruido. Una fatiga de principio del mundo. Su caricia se desbordó tras el roce como extenuación espiritual. Tu roce en mi espalda, mis ojos cerrados y en mi imaginación sólo imágenes de miembros filiformes y algodonosos, lejanas imágenes de miembro nunca en su sitio que no es otro que el sitio de tu miembro que palpita como presión de nervios. Mi miembro lejos de tu miembro desencadena la putrefacción de mis palabras que se tornan sombrías como granada reventada. 

Bajó el papel que leía y con él la mirada. No puedo seguir leyendo dijo como un lamento. Los artistas allí reunidos se miraron a la cara sin comprender la razón de su estado. No puedo seguir leyendo ya que cada palabra aumenta mi incomprensión y estrechez de espíritu. Cada vez que pronuncio una palabra, dijo a los reunidos, es como verla volver sobre las razones que hacían tabla rasa sobre mis razones y me contrae todos mis nervios. No puedo. El sueño ha apresado su huella en tus ojos, amigo Antonin, le dijo Eluard. No sigas si no quieres seguir. Breton, que vio sin mucho asombro lo ocurrido, le dijo a Aragón al oído: Todo induce a creer que el surrealismo actúa sobre los espíritus tal como actúan los estupefacientes; al igual que éstos crea un cierto estado de necesidad y puede inducir al hombre a tremendas rebeliones. Levantado la voz dijo, amigos, el surrealismo parece un vicio nuevo que no es privilegio exclusivo de unos cuantos individuos, sino que, como el haxis, puede satisfacer a todos los que tienen gustos refinados. Continuemos con la velada. 

IV 

Luego de que el príncipe surrealista los arengara a continuar, tocó el turno de Tristan Tzara. Como todos sabemos, Tristan Tzara fue un devoto lector de Nietzsche y de Bergson, filósofos que dieron forma al nihilismo del poeta planteado desde lo afirmativo de lo negativo; es decir, la risa como gesto ordenador del caos. Desde ese estado de sensibilidad primitiva, Tzara tomó la palabra. Tras el roce, dijo, se oscurece el sudor en la frente de la noche y los ángeles resultan ser el ruido ordenado en la periferia del resplandor de tu sonrisa. La carne se filtra de gritos a través de los nervios que conducen la lluvia. Las palabras se vuelven graves como una procesión de reyes y tus senos, breves como la frescura de la tarde, son flores que punzan frambuesas con sabor de leche. Tras el roce de la caricia que se desborda la carne oliendo a hierba después de llover, durazno maduro, miel de mayo. Se despierta el olor de los racimos de naranjas que muerden la piel de pan suave de tus nalgas. Quemadura. Uñas y garras. Quisiera morder tus senos como muerden la carne los mendigos hambrientos de la calle. Tras el roce, escenario, silencio de mujer desnuda que enajena la conciencia entre el despojo íntimo de los escondites remotos. 

Correspondía el turno a Breton. Antes de leer su escrito, reflexionó junto a los presentes, hay imágenes que se nos ofrecen espontáneamente, despóticamente, sin que las podamos apartar de nosotros, por cuanto, al ser tocados por una caricia que nos desborda, nuestra voluntad pierde su fuerza y deja de gobernar nuestras facultades. Sin embargo, es maravilloso y creo haber escrito en alguna parte que lo maravilloso es siempre bello, todo lo maravilloso, sea lo que fuere, es bello, e incluso debemos decir que solamente lo maravilloso es bello. Maravilloso como ese hilo dorado que se desprendía de su sexo y que al juguetear con él me ayudó a comprender que la poesía surrealista servía como hilo conductor entre los mundos, demasiado disociados, de la vigilia y del sueño, de la realidad exterior e interior, de la razón y de la locura, de la serenidad del conocimiento y del amor, de la vida por la vida y de la revolución. Por ese espectáculo que resultó ser ese hilo de carne que se desprendía del origen del mundo, levanto mi copa y leo mi texto. 

Tras el roce, dijo Breton, el deseo taladra la aurora mientras velados presentimientos descienden los escalones de los edificios. Tus miembros van desplegando a tu alrededor unas sábanas verdes para que el amor dé forma a las cartografías con las cuales la mujer de los mapas trazará su vida. Tras el desborde de la caricia, el águila sexual exulta una vez más en dorar la tierra y las extensiones de su cuerpo extendido echan el ancla en los despliegues del fondo de la mirada que mira entre la vida y la muerte. Tu caricia es el ramo gigante que se escapa de mis brazos y se deshoja en los escaparates de las calles de las que huimos para hacer el amor. Con las aspas de tu caricia desbordada el aire se prueba los guantes de muérdago y el agua pura baja por las laderas del sueño donde te veo superpuesta indefinidamente a ti misma. Tu caricia se derrama sobre mí acariciando lo que acaba de ser tuyo mientras oigo silbar melodiosamente las sombras que a cada instante ignoras. Tras el roce, las llamas de leña, relámpagos de calor, boca de escarapela, lengua de ámbar y cristal frotados. Tras la caricia desbordada, una mujer. Una mujer de piernas de bobina, de pantorrillas de médula de saúco, de pies de iniciales, de cuello de cebada imperlada, cuello egipcio. De pronto, comenta Eluard en su libro, la lectura de Breton se vio interrumpida por un Magritte completamente ebrio, más ebrio que el barco de Rimbaud, recordará el poeta. El pintor se levantó torpe-mente de la mesa y corrió hacia la noche gritando esto es una pipa, esto no es una pipa. Todos se miraron, rieron y le pidieron a Breton continuar. Éste, tomó un trago largo de cerveza, respiró profundo y continuó, mujer de vientre de apertura de abanico, de senos de pinera marina, de crisol de rubíes. Tu caricia desbordada es un pájaro que huye vertical hacia la nuca de la luz que nos acabamos de beber. 

Caricia de mujer con muslos de lomo de cisne, de primavera, de pavorreal blanco. Y su sexo Andre? preguntó borracho Delvaux; su sexo, improvisó Breton, es llamarada de fuego, gladiolo abierto, alga marina, bombón de choco-late blanco, sexo de placer y ornitorrinco, sexo de espejo lleno de lágrimas, panoplia violeta, aguja imantada. Sin embargo, es de su caricia de lo que quiero seguir hablan-do, su caricia de agua para beber en prisión, de ramillete de estrellas. Su caricia, mis buenos amigos, es como ver a Duchamp bajando desnudo por una escalera. ¿Dónde está Duchamp? Preguntó Eluard. Mi querido Paul, dijo Artaud,  Marcel lleva dos días de farra con unas italianas a quienes les intenta describir cómo es el rincón más oscuro de la cuarta dimensión. No creo que lo vuelvas a ver en un tiempo. 

V 

Luego de esa noche, deja sentado Eluard, nunca más se leyeron otras risas de caricias desbordadas. Salvo por el breve libro del cual hablamos al comienzo, nada se recoge sobre esa noche donde se celebró, como él mismo lo señala repetidas veces en el prólogo, la cópula entre la palabra y la imagen. ¿Por qué no lo volvieron a hacer? No hay una explicación formal para responder a esa pregunta. Quizás lo impidiera la resaca amatoria. Quizás despertaron otros intereses. Quizás elaborar un cadáver exquisito resultaba menos doloroso. Quizás fue la partida de Gala con Salvador Dalí. Sí, quizás se trató de su partida. Esa mujer violenta y esterilizada cuya manera de hacer el amor hacía oscilar al amante entre cielos y abismos, ter-minó trazando rinocerontes con Dalí, puesto que ella, así lo reconoce el pintor, me ha dado, en el verdadero sentido de la palabra, la estructura que faltaba en mi vida. Yo no existía más que en un saco lleno de agujeros, blando y borroso, siempre en busca de una muleta. Ciñéndome a Gala he encontrado una columna vertebral y, haciendo el amor con ella, he rellenado mi piel. Hasta este momento mi esperma se perdía por la masturbación como arrojado a la nada, con Gala lo he recuperado y me ha vivificado. Primero creí que ella iba a devorarme; pero por el contrario, me ha enseñado a comer lo real. Firmando mis cuadros como Gala-Dalí, no hago más que dar nombre a una verdad existencial, porque no existiría sin mi gemela Gala. 

Sería la caricia de Gala la que terminó desbordándose en la espalda desnuda de los poetas y pintores del surrealismo la misma noche del 30 de noviembre de 1927, pero ¿cómo pudo ocurrir cosa semejante? La respuesta parece ofrecerla Robert Desnos quien, curiosamente, no estuvo presente esa noche del 1 de diciembre de 1927. En una carta escrita al pintor español dice: Continúo soñando con ella, tanto que ya he perdido mi realidad en esa realidad distinta que emana de su recuerdo. ¿Tendré tiempo para alcanzar otra vez su cuerpo vivo y besar otra vez sobre esa boca el nacimiento de la voz que quiero? Dile Salvador, dile que tanto he soñado con ella, que mis brazos habituados a cruzarse sobre mi pecho, abrazan su sombra, y tal vez ya no sepan adaptarse al contorno de otro cuerpo. Tanto he soñado con ella que ya no puedo despertar, Entonces, duermo de pie, con mi pobre cuerpo ofrecido a todas las apariencias de la vida y del amor, y ella, es la única que cuenta ahora para mí. 

¿Qué o quién realmente acarició las espaldas de los surrealistas esa noche que se amaron amando al amor? ¿Qué o quién desbordó la risa profunda de su caricia sobre la piel de Eluard y compañía? Si todos amaron a Gala en el mismo instante de aquella noche de noviembre, entonces ¿quién los amó a ellos? La misma carta de Desnos a Dalí nos podría responder: Tanto he soñado con ella, tanto he hablado y caminado, que me tendí al lado de su sombra y de su fantasma, y por lo tanto, ya no me queda sino ser fantasma entre los fantasmas y cien veces más sombra que la sombra que siempre pasea alegremente por el cuadrante  solar de su vida.


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