La tempiternidad y el amor. Un regalo de amante

 Por Valmore Muñoz Arteaga



Reflexionaba acerca de una experiencia vivida y que ajustó perfectamente dentro de un concepto de Michel Onfray que he acariciado mucho: la hospitalidad de la carne. Reflexionaba que la vida está compuesta por instantes y que, de alguna manera, la eternidad puede sentirse dentro de esos instantes. Esa circunstancia es la que nos hace vivir la vida intensamente. Raimon Panikkar, filósofo catalán, comenta en una entrevista que al ser humano, en especial, al hombre y a la mujer occidentales, nos falta profundidad en la vida cotidiana. Vivimos distraídos pensando siempre en otras cosas. Concentrados en la eminencia de la duración.

Hemos perdido, si alguna vez la tuvimos, la posibilidad de intimar con el instante. En esa pérdida hemos perdido también relación de intimidad y de conocimiento con el otro o, como lo podría decir algún filósofo, con la cosa conocida. El instante, o como lo llamaron los griegos: el kairós, es el momento oportuno, propicio, que corresponde al instante preciso durante el cual hay que hacer, actuar o entender. Los pitagóricos se referían a él como la oportunidad. Los sofistas se destacaron en ello, ya que observaban, constataban, miraban, ponderaban la situación, proyectaban, decidían y pasaban a la acción. El kairós griego es dinamismo y supone una inscripción en la movilidad del tiempo que pasa. El instante es presente del presente, es la consumación del aquí y ahora. La mismidad del siendo. El instante es el momento en el cual arde la unicidad del ser con el mundo: momento del contacto. Volviendo a Panikkar, el pasado solamente es pasado desde el presente. Decimos pasado por cuanto lo decimos ahora. Pasado como pasado no existe. Existió cuando fue presente. Lo mismo, y con mayor razón, ocurre con el futuro. El futuro sólo será cuando sea presente. La tragedia humana es que siempre estamos pasando de pasada sin detenernos a gozar del aquí y el ahora, ese eterno presente del cual nos habla San Agustín en sus Confesiones. Nos muestra que esta consideración de lo temporal como eterno presente nos transforma en personas menos egoístas porque nos ubica frente a la apertura consagratoria al otro. No gozamos ni nos gozamos en el presente. Razón por la cual, el catalán nos habla de tempiternidad.

La tempiternidad viene a manifestar que el ser y el tiempo están interrelacionados, de tal modo que no hay nada que permanezca sin ser tocado por el tiempo, ni siquiera la eternidad. No se trata del tiempo ni de la eternidad, más bien, se trata de una doble faceta de la misma realidad. Pensar en que la eternidad viene después del tiempo, esto es, a juicio de Panikkar, una aberración. Si es eternidad no es temporal. Entonces se trata de descubrir y descubrirnos en los momentos tempiternos, de alguna manera, reivindica la idea del instante, del kairós. Aprovechar el momento que es único e irrepetible: tener conciencia de unicidad. Quizás allí germina todo el esplendor en esa hospitalidad de la carne de la cual habla Onfray, pero con las serias limitaciones de quien se niega a abrirse a una dimensión más plena de la experiencia humana, es decir, a partir del rastro grabado de vida eterna en nosotros que subyace en la conciencia que se presiente como signo partícipe del Verbo total. Esto es, como afirma Antonio Orbe, sentir en nuestra carne el Evangelio que somete nuestros sentidos al movimiento del Espíritu, en cuya agitación flameante, aprendemos a glorificar al Padre hasta que los nervios se abrasen en su llama de Amor viva. La hospitalidad de la carne, sentida desde el abrazo fecundo y fraterno entre el amor y la tempiternidad, no es otra cosa que el diálogo íntimo entre los cuerpos que se cuentan, casi que al oído, sobre sus múltiples infinitudes. La consistencia tempiterna en la relación esponsal, cuya fuente inagotable es el amor, tiene el poder y la potencia de transformar todo en algo nuevo (2 Cor. 5:17). De tal manera que él, en brazos del amor de ella que está en brazos del amor, se transforma en bolsa de mirra que descansa en sus pechos, se transforma en ramo florido de ciprés de los jardines de Engadí. De tal manera que ella, en brazos del amor de él que está en brazos del amor, se transforma en azucena entre espinas, en paloma que anida en los huecos de la peña, en las grietas del barranco. El amor, que transforma a ambos en presentes, obsequios que han sufrido la invasión de Dios, les recuerda la eterna pregunta por la plenitud que demuestra que aun reconociéndose encerrados en categorías espacio-temporales, ambos tienen sed de infinito que sólo encuentra la saciedad en el descubrimiento alegre de su propia danza que los hace únicos e irrepetibles, esa sola carne (Gn 2:24) que fueron desde el principio de todo antes de ser.

Esta condición de la cual nos habla Panikkar se abre al encuentro de Tagore, el poeta bengalí, para hablarnos sobre cómo podemos abrazarnos cerca de nuestros propios corazones, como las flores del prado lo están de la tierra. Dulces como el sueño a los cansados miembros. El amor compartido en una sola carne se vuelve la propia vida fluyendo plena, como corre el río en las crecidas de otoño, en sereno abandono, dice el poeta. Somos temporales, escribe Panikkar, pero sabemos que además somos eternos. Somos espaciales, pero sabemos que además somos espirituales. Somos conscientes, pero sabemos que somos capaces de conocer siempre más in-finitos. Estamos suspendidos entre el ser y la nada. Sin embargo, aunque así fuera, aunque podemos estar suspendidos entre el ser y la nada, hay una fuerza que nos impulsa hacia la concreta realidad del amor, aquella que hizo preguntar a San Juan de la Cruz: “¡Oh, Señor Dios mío!, ¿quién te buscará con amor puro y sencillo que te deje de hallar muy a su gusto y voluntad, pues que tú te muestras primero y sales al encuentro a los que te desean?”. Cuando aprendemos a comprendernos y a comprender al otro a partir de Cristo, como tantas veces afirmó San Juan Pablo II, nos abrimos a la aventura de considerar nuestros asuntos a la luz de la verdad divina, al tiempo que hallamos siempre un lugar a Dios en nuestra vida cotidiana.

En su libro La nueva inocencia (1993), Panikkar, acompañando al San Juan Pablo II de Redemptor hominis (1979), muestra a Cristo como símbolo de la plenitud del hombre y de toda la realidad. Por tal motivo, el hombre que experimenta el ahora tempiterno no está en la confluencia de un pasado efímero que se ha ido con rapidez y de un futuro vertiginoso, más bien es una encrucijada que contiene todo el pasado, pues al haber muerto ha renacido, “y aunque no haya visto el alba todavía, todo el futuro conserva la luminosidad de un sol escondido que puede aparecer en cualquier punto del horizonte. La eternidad en la temporalidad se vive, no huyendo del tiempo, sino integrando la línea horizontal del tiempo en la línea vertical”. La apertura a esta nueva dimensión amorosa permite a los esposos la contundencia del contacto al transformar cada parte de sus cuerpos en sus propios cuerpos enteros. De tal manera que, cuando los dedos acarician es todo el cuerpo entero volcado en los dedos quien lo hace. El cuerpo único se hace así múltiple en su unicidad. Quizás de esto hablaba el poeta Rafael Cadenas cuando escribe: “Llegas no a modo de visitación ni a modo de promesa ni a modo de fábula sino como firme corporeidad, como ardimiento, como inmediatez”.

La tempiternidad que mira a los ojos del amor de Cristo nos conduce a comprender de manera definitiva que al amor humano le falta una pierna, quizás un brazo, a los mejor los dos y necesita de un sentido mayor que él para hacerlo explotar en toda su maravillosa potencia. Esa potencia nos lleva a la certeza de que todo amor es único, irrepetible y es todo lo que hay. Un amor que anula con la particular ternura de su caricia toda división, toda distinción, y sólo quienes toman parte de este dinamismo “pueden atestiguar el flujo incesante de la Vida divina: un Amor que se da plenamente y es salvado, por así decirlo, por la respuesta total del amado, que devuelve el amor del Amado respondiendo con amor”. El cuerpo muere como instrumento del abuso egoísta de los esposos que se privan mutuamente de la dignidad ofrendada por Dios. Ese cuerpo muere y resucita ante unos nuevos ojos que contemplan desde el corazón y ven en ella un jardín cerrado con frutos exquisitos, “nardo y enebro y azafrán, canela y cinamomo, con árboles de incienso, mirra y áloe, con los mejores bálsamos y aromas” (Cant. 4:14), y cuyo amor invita a él a orear en su jardín a exhalar sus perfumes, pidiendo con sutileza que entre, pues es su jardín, que entre “a comer de sus frutos exquisitos” (Cant. 4:16), “a recoger el bálsamo y la mirra, a comer de mi miel y mi panal, a beber de mi leche y de mi vino” (Cant. 5:1)

Este concepto de Panikkar, visto desde la fe cristiana, nos permite confrontar la realidad amorosa desde otra perspectiva, desde la perspectiva de la fe, aquella que nos ubica frente a un Cristo que nos dice ante nuestro propio asombro: “No piensen que he venido a traer la paz sobre la tierra. No vine a traer la paz, sino la espada. Porque he venido a enfrentar al hijo con su padre, a la hija con su madre y a la nuera con su suegra; y así, el hombre tendrá como enemigos a los de su propia casa. El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt. 10:34-39) Para efectos de la vida en pareja, esto significa romper con el egoísmo que sólo mira y se envanece en su propia satisfacción, en su propia búsqueda del gozo a partir de la contemplación del otro como oscuro objeto del deseo infame. Darle sentido a la tempiternidad teniendo a Cristo como criterio implica vivir para sí mismo, o vivir para Dios y para tu pareja; hacerse servir, o servir; obedecer al propio yo u obedecer a Dios. He aquí en qué sentido Jesús es signo de contradicción, dijo alguna vez el Papa Francisco. Por ello, aunque me sedujo desde el momento en que leí ese bello concepto de Michel Onfray hospitalidad de la carne, hoy lo acaricio con otras manos, con otra visión radicalmente distinta de la hospitalidad y de la carne. Una visión que tejió en mi racionalidad la tempiternidad de Panikkar, pero asumida desde la fe cristiana que es lo que responde a la pregunta por el después con el aquí y el ahora. Esos aquí y ahora, esos momentos tempiternos, ayudan a pensarnos en la intensidad suma de la existencia, en la plenitud de la unión personal que, desde dentro, ilumina y transfigura al mundo, enalteciéndolo a la conjunción humana del amor, así como nos lo susurran los cantares de Salomón, que al nombrarlo todo desde el amor los sitúa concéntricos a sí mismo.

Paz y Bien

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