Por Valmore Muñoz Arteaga
El 28 de enero
de 1979, Juan Pablo II, recién electo como sucesor de San Pedro, pronuncia un
discurso ante la Tercera Asamblea General de los Obispos Latinoamericanos en
Puebla en la cual sostiene que la Iglesia conserva, gracias al Evangelio, la
verdad sobre el hombre. Esa verdad se halla tallada desde el principio de los
tiempos dándole sentido y definición a una antropología que la Iglesia no deja
de profundizar ni de comunicar. La afirmación cardinal de esta antropología es la
del hombre como imagen de Dios, “irreductible a una simple parcela de la
naturaleza, o a un elemento anónimo de la ciudad humana”. Esta verdad que brota
ardiente de la certeza de que los hombres somos imagen de Dios constituye el
fundamento de la enseñanza social de la Iglesia, además de ser la base de la
verdadera liberación. A la luz de esta verdad, sostendrá Juan Pablo II, no es
el hombre un ser sometido a los procesos económicos o políticos, sino que esos
procesos están ordenados al hombre y sometidos a él. Ser imagen de Dios, haber
sido creados a partir de esta dimensión, hace al hombre algo más que un simple
espacio de la naturaleza, algo más que un elemento anónimo en el marco de la
sociedad humana, es mucho más que eso. En esa verdad descansa su dignidad como
persona, por ello se encuentra siempre elevado a un fin sobrenatural
trascendente a la vida terrena donde nacen y mueren todos los proyectos
políticos e ideologías que no ven más allá de los límites del mundo.
La verdad que
la Iglesia le debe al hombre es, ante todo, la verdad sobre él mismo que nos
desnuda la revelación, es decir, una visión cristiana del hombre. Esta verdad
que la Iglesia pregona en los labios de Juan Pablo II es la base de la
verdadera liberación del ser humano. El hombre, al ser cumbre de la creación,
es centro de la economía, de la sociedad y de la política. Ni el hombre ni la
mujer, de ninguna manera, pueden ser subordinados a procesos económicos y
sociales, como lo sugieren el marxismo y el capitalismo, sino que, por el
contrario, estos sistemas son los que deben adaptarse al hombre para tejer sus
decisiones. Debido a ello, Pablo VI en su exhortación apostólica Evangelli Nuntiandi
señala que ningún ser humano se le puede reducir a la simple y estrecha
dimensión económica, política, social o cultural, sino que “debe abarcar al
hombre entero, en todas sus dimensiones, incluida su apertura al Absoluto, que
es Dios”. La preeminencia del hombre sobre todas las cosas y los demás seres
ofrecen un primer criterio de juicio y de acción en lo que a la dignidad de la
persona humana se refiere encerrando en ella el respeto y la promoción de los
derechos personales y sociales inherentes, es decir, inseparables a su
naturaleza. Podemos decir más acerca de esta dignidad emanada del hecho cierto
de ser imagen de Dios, pues a esa dignidad, la pasión y gloria de Cristo, le
brindan total plenitud.
El hombre es
un misterio que sólo puede ser esclarecido en el misterio del Verbo encarnado.
“Porque Adán, el primer hombre, nos dirá la Iglesia por medio de la Gaudium et Spes, era figura del que
había de venir, es decir, de Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la
misma revelación del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al
propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación”. No es un Estado, un
gobierno y mucho menos un partido político, el que le brinda definición y
sentido al hombre. Estas han sido siempre las aspiraciones de los regímenes
totalitarios, particularmente el marxismo que, más allá de todo marasmo filosófico,
se fundamentó en el amor de sí mismo hasta abismarse en el desprecio de Dios y
precisamente el amor sui,
reflexionará Juan Pablo II, fue lo que llevó a los primeros padres a la
rebelión inicial determinando así la expansión en lo sucesivo del pecado a toda
la historia humana. El marxismo se hizo realidad no por la búsqueda de un mundo
justo e igualitario para todos, sino por el profundo abismo en el que se
hallaba –y se halla– el hombre. El marxismo en cuyo materialismo ateo, en su
absurda dialéctica de la violencia y su particularmente gris manera de
comprender la libertad individual dentro de la colectividad, termina negando
toda la trascendencia del hombre, de ti y de mí, triturando nuestra historia
personal y colectiva. Por ello, Pablo VI en su carta encíclica Octogesima Adveniens, partiendo de la
verdad suprema de ser imagen de Dios, no tiene reparos en afirmar que “la fe
cristiana es muy superior a estas ideologías y queda situada a veces en
posición totalmente contraria a ellas, en la medida en que reconoce a Dios,
trascedente y creador, que interpela, a través de todos los niveles de lo
creado, al hombre como libertad responsable”.
En el corazón del
marxismo no hay espacio para Dios y al no haber espacio para Él, el ser humano
pierde todo sentido y cae de rodillas frente a una espesa confusión alimentada
por otra confusión hasta llegar a su única verdad: no hay esperanza en una vida
futura. No puede haber esperanza en absolutamente nada debido a que su razón de
ser no va más allá del odio y de la destrucción. En Divini Redemptoris, Pío XI nos indica que el marxismo, además,
arranca de raíz al hombre de su libertad, principio fundamental de su conducta
moral, quitando toda dignidad a la persona humana y todo freno moral contra el
asalto de los estímulos ciegos. Esta ideología no tiene la capacidad de
reconocer al individuo, “frente a la colectividad, ningún derecho natural de la
persona humana, por ser ésta en la teoría comunista simple rueda del engranaje
del sistema”.
Juan Pablo II, que conoció al marxismo por dentro,
nos recuerda una y otra vez que el hombre, tú y yo, es la verdad que canta la
voz profunda del Evangelio y no podemos, bajo ningún pretexto, ser reducidos a
un sistema filosófico, a una cosmovisión, o a una actividad meramente sociopolítica.
Cuando la Iglesia resguarda y protege al hombre y sus derechos, los tuyos y los
míos, lo hace desde el marco de su apostolado religioso y no sobre la base de
un mandato político. “Para ello, afirmará, no necesita recurrir a ningún tipo
de sistema o ideología porque la vara con que se mide su actividad social está
establecida por la revelación”. Por esta razón, la Iglesia rechaza y rechazará
siempre todo sistema ideológico, pues su única opción es el hombre e intenta
ser fiel a este compromiso. “Cualesquiera sean las miserias o sufrimientos que
aflijan al hombre Cristo está al lado de los pobres, no a través de la
violencia, de los juegos de poder, de los sistemas políticos, sino por medio de
la verdad sobre el hombre, camino hacia un futuro mejor”. Esta es la verdad que
libera, la que pone orden y abre el camino a la santidad y a la justicia. La
verdad es la que ha revelado Jesús y enseña el Magisterio auténtico de la
Iglesia.
En su
primera carta encíclica Redemptor Hominis,
Juan Pablo II va a concentrar toda su profunda visión del hombre aprendida
no sólo entre libros, sino en medio de su amarga experiencia enmarcada por las
ocupaciones nazis y comunistas que sufrió Polonia teniéndolo a él como
protagonista de excepción. “El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a
sí mismo –no solamente según criterios y medidas del propio ser inmediatos,
parciales, a veces superficiales e incluso aparentes- debe, con su inquietud,
incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su
muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en Él con todo su
ser, debe «apropiarse» y asimilar toda la realidad de la Encamación y de la
Redención para encontrarse a sí mismo. Si se efectúa en él este hondo proceso, entonces
él da frutos no sólo de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de
sí mismo. ¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha
«merecido tener tan grande Redentor, si «Dios ha dado a su Hijo» a fin de que
él, el hombre, «no muera, sino que tenga la vida eterna»!” Por este sólido
argumento teológico, Juan Pablo II y toda la Iglesia se opusieron siempre al
marxismo. Este le ocultaba a como diera lugar la profunda verdad que le brinda
sentido al hombre y a la existencia. El traspié primordial del marxismo es de carácter antropológico, pues
todos los medios empleados por él no eran compatibles con la dignidad humana.
Considerando al hombre como un simple elemento del organismo social,
subordinado a éste, se lo reduce a un mero conjunto de relaciones sociales,
desapareciendo el concepto de persona como sujeto autónomo de decisión moral. La socialidad del hombre no se agota en el Estado,
sino que se realiza en diversos grupos intermedios, comenzando por la familia.
El hombre, al que Dios ha creado «varón y mujer»,
lleva grabada en el cuerpo, «desde el principio», la imagen divina; varón y
mujer conforman como dos diversos modos del humano «ser cuerpo» en la unidad de
esa imagen. He allí la explicación de su transcendencia. Negarla es mutilar y
desorientar al ser humano con la finalidad de esclavizarlo a sistemas
ideológicos que lo transforman en un ser errante entre sombras que no le
permiten su realización plena. Al hombre de hoy le falta frecuentemente el
sentido de lo trascendente, de las realidades sobrenaturales, de algo que le
supere. El hombre se realiza si es consciente de esto, si se supera siempre a
sí mismo, si se trasciende a sí mismo. Esta trascendencia está inscrita
profundamente en la constitución humana de la persona, afirmará en un discurso
a la juventud de Turín en 1980. Esta es la verdad que la Iglesia le debe al
hombre. Esta es la verdad con la cual está comprometida la Iglesia desde su
doctrina social: conocer y dar a conocer el sentido del hombre. “Para conocer
al hombre, al hombre verdadero, el hombre integral, escribirá Pablo VI, hay que
conocer a Dios, citando a continuación a Santa Catalina de Siena, que, en una
oración expresaba la misma idea: «En la naturaleza divina, Deidad eterna,
conoceré la naturaleza mía»”. No se puede comprender al hombre hasta el fondo
sin Cristo. El hombre no es capaz de comprenderse a sí mismo hasta el fondo sin
Cristo. No puede entender quién es, ni cuál es su verdadera dignidad, ni cuál
es su vocación, ni su destino final. No puede entender todo esto sin Cristo.
Toda ideología o proyecto político que se cobije en una sombra diferente
condena al hombre, no sólo a la mutilación de su alma, sino al sometimiento
inevitable de una profunda escalada de violencia fratricida.
Por ello,
la Iglesia y quienes la conformamos estamos en la obligación de levantar la voz
frente a todo proyecto hegemónico que pretenda socavar la dignidad humana no
importa los atajos aparentemente legales que utilice. Los cristianos no estamos
obligados a obedecer una ley que contravenga la ley de Dios. Mucho menos leyes
que se ceban en la oscuridad de la noche de espaldas al pueblo. Cuando al
hombre se le pone como medida de todas las cosas, se le convierte en esclavo de
su propia finitud y estamos llamados desde el principio a la posibilidad de
imitar al Padre, a no tener miedo.
Paz y Bien
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