Del diario de Martín
Por Valmore Muñoz Arteaga
Escuchar la música de Bach y Mozart me
conduce inevitablemente a recordar algunas páginas de Hermann Hesse y leer
algunas páginas de Hesse me conducen a pasajes de las magníficas obras de Bach
y Mozart. Esta relación tan íntima la produjo en mí el profundo impacto que me
causó leer El Lobo Estepario, la
novela más occidental del alemán y, sin duda, la que más he disfrutado. La
novela que describe el drama existencial y espiritual de un hombre que vive la
transición del siglo XIX al XX y que no termina por encajar con los nuevos
valores que la modernidad, poco a poco, comienza a establecer. Entre sus
líneas, ideas y pasajes logré hallar un bálsamo para mi inconformidad. En Harry
Haller descubrí un alma afín a la mía. Un espíritu siempre inconforme, a veces
con una voluntad firme, de hierro, incluso hasta avasallante, pero otras tantas
fastidiado, aburrido, oscurecido por situaciones que no termina de asimilar.
Mientras escucho justamente a Bach
recuerdo que Hesse se transformó en un autor de cabecera. Quizás el único que
ha permanecido allí desde el primer día. Todos los demás van y vienen, pero él
ha sido el único en permanecer. Por ello existe un vínculo muy estrecho entre
este alemán y yo. Sus libros fueron el mapa que me ayudó a transitar mi
formación intelectual y espiritual, sobre todo esta última. Esencialmente mi
vida espiritual se estructuró allí. Mi manera de concebir ese universo simbólico de lo invisible se
tejió con Hesse. No es que crea en lo que él creyó, sino que sembró en mi
interior cierta rebeldía y libertad para caminar los senderos complejos de la
fe.
Con devoto esfuerzo logré leer toda su
obra, al menos la traducida al español. De ella quiero compartir unas breves
reflexiones en torno a un libro compuesto por escritos autobiográficos. El
libro se llama Obstinación, pero de
este libro quiero quedarme con un texto en particular titulado Del diario de Martín fechado en 1918. Tiempo
en el cual Hesse entra en contacto con Carl Jung por medio de un discípulo de
éste llamado Joseph Bernhard Lang. Tiempo de guerra, pero de intensa actividad
creativa que quedó volcada en su Demian
y en varias pinturas particularmente los autorretratos. Tiempo en el
que intensificó su interés por el mundo de los sueños de donde, en muchas
oportunidades, logró vivir la sensación de algo
bello, distinto, indescriptiblemente nuevo, delicado, cariñoso, extraño, pero a
veces tan misteriosamente conocido.
En
las líneas que conforman este capítulo del libro, Hesse se abandona en describir
la nueva relación que se establecía entre él y el mundo una vez que vivía estos
breves momentos al despertar. Relación que le alteraba la percepción de sus
viejos sentidos habituales. Lo describe
bellamente de la siguiente manera: “Un ciego que huele y toca una rosa y que de
pronto abre los ojos y por primera vez,
además del olor y del tacto, obtiene la imagen de la flor, sentiría algo parecido”. Líneas que nos
recuerdan que la filosofía encuentra su nacimiento en un pathos (πάθος) o estado del alma que lleva a quien lo padece a
la búsqueda del conocimiento.
Así, para ambos
filósofos, el interés
por la filosofía proviene de un estado que
predispone al conocimiento filosófico y que se caracteriza por cierta
pasividad. El asombro es el estado a
partir del cual se originaron la filosofía, el mito y el conocimiento en
general.
Hesse
maduró estos momentos con reflexiones que hilvanaba contrastando con las pequeñas satisfacciones que hallaba en la
vida. Esto le permitió comprender en dónde había de buscar la fuente de las
alegrías y de la felicidad. Esa fuente resultó ser para Hesse la posibilidad de
amar, incluso mucho más que ser amado, que lo que hace valiosa y placentera la
existencia es nuestro sentimiento y nuestra sensibilidad: “Donde quiera que
vise en la tierra algo que pudiera llamarse «felicidad», ésta se componía de
sentimientos”, escribe. Ni el dinero, ni el poder, claros objetivos humanos en
la vida moderna, no son, según Hesse, sustento para la felicidad plena. Ni siquiera
poseer la belleza física era ventana abierta para la felicidad, pues ella belleza
no hacía feliz al que la tenía, sino al que sabía amarla y venerarla.
Ahora bien, de todos los sentimientos dispuestos para el hombre, sólo uno es el que puede potenciar la experiencia plena de la felicidad: el amor. “La dicha es amor y nada más”, afirma Hesse. Probablemente Hesse tuvo que recorrer con el corazón ardiendo las líneas colmadas del Himno del Amor de San Pablo. La huella del Apóstol parece mostrarse sin reparos en las afirmaciones del Premio Nobel alemán: “Todo movimiento de nuestra alma, en el que ésta se sienta a sí misma y sienta la vida, es amor”. Sin embargo, también el espíritu que envolvió la vida de San Francisco de Asís, por quien Hesse sentía particular atracción, parece sobrevolar sus palabras al afirmar que el amor es amor porque no tiene afán de poseer, sino de amar, tan sólo amar. El afán del amor es recordarle al hombre que su vocación original es la de ser don.
El mundo actual, constituido sobre las normas concentracionarias de la Modernidad, se desenvuelve en una maraña de obligaciones que van erosionando el sentido del ser humano. Normalmente es bombardeado por informaciones que lo alejan frenéticamente de su vocación original. Incluso nos la llevamos con la idea de que amar también es una obligación. Estamos en el mundo exclusivamente para ser felices y “con todas esas obligaciones, moral y mandamientos raramente hacemos felices a los demás, porque con ellos no nos hacemos tampoco felices a nosotros mismos. Si el hombre es capaz de ser «bueno», sólo lo será si es feliz, si tiene armonía en su interior. Es decir si ama”. El amor nos abre al asombro y al disfrute pleno de los misterios reservados para nuestra felicidad. En el Teeteto, Platón caracteriza el asombro como un estado del alma que se distingue de otros porque posibilita el conocimiento filosófico de tal manera que puede ser considerado como una apertura al saber. No puede haber apertura al saber sin amor. El amor es la llave que abre de par en par la puerta estrecha del conocimiento, puesto que es el amor el que despierta la conciencia de la armonía entre las dimensiones de la realidad.
Precisamente por ello, para Hermann Hesse, lo único verdaderamente importante en el mundo es el ser más íntimo, el alma, la capacidad de amar. “Estando eso en orden da igual comer mijo o bizcochos, llevar harapos o joyas, que el mundo concuerda en pura armonía con el alma, es bueno, está en orden”.
Paz y Bien
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