Hasta el fondo, hasta ese resplandor

 Por Valmore Muñoz Arteaga



He leído un libro llamado “Mitos de Amor. Filosofía del Eros” de Umberto Curi, profesor de Historia de la Filosofía en la Universidad de Padua, publicado por Ediciones Siruela en 2010 bajo su colección El Ojo del Tiempo. Un libro que, partiendo del relato platónico del Banquete hasta las innumerables versiones de la figura de Don Juan, habla del amor desde múltiples puntos de vista. El libro deambula por las razones y sin razones que explican por qué los mitos del amor nos desnudan un sentimiento imposible; porque, “en el horizonte de la vida humana, la nostalgia de aquel uno que éramos habrá de acompañarnos constantemente”. Mitos que nos ayudan a comprender que el amor es una maravillosa experiencia con doble rostro: unión y separación, apropiación y pérdida, saciedad e insatisfacción, felicidad y dolor, en pocas palabras, vida y muerte. El ensayo de Curi lo inicia con una reflexión acerca de cómo fue concebido el amor en Occidente. El amor desde un principio fue considerado un arranque de la ceguera de la razón, puesto que, aquellos que son heridos por sus flechas amorosas [Cupido] se quedan ciegos, en el sentido en que son incapaces de razonar. No descubro el agua tibia si afirmo acá que nuestra cultura entronizó el binomio ver y conocer como las bases sobre las cuales se sostiene la racionalidad y, en este caso, la ceguera se transforma en metáfora de una carencia que no se queda colgada sólo del plano sensorial, ya que perturba el nivel cognoscitivo, eso que sostiene el azar matemático del mundo, como señalaría Armando Rojas Guardia.  

El amor, su fuerza brutal, demoledora, paridora de heridas por doquier, embota hasta la más profunda de las capacidades intelectuales. El amor que nos nubla el juicio, eso que la Modernidad tan racional señaló como posibilidad única para volverse loco, espacio oscuro que limita las contingencias para discernir y argumentar con justeza. Curi explica que, a comienzos del siglo XX, refiriéndose a la relación entre el amor y el conocimiento, Max Scheler podía destacar la existencia de un ampliamente compartido prejuicio burgués según el cual el amor nos deja ciegos en vez de hacernos videntes, y que por tanto todo genuino conocimiento del mundo únicamente se puede fundar en la más rigurosa represión de los actos emocionales. El propio Scheler, por otra parte, añadía a esta observación otra constatación no menos importante, capaz de poner en cuestión la aparente obviedad del asunto al que alude. Si repasamos, dirá Scheler, en sus momentos más relevantes y más representativos la historia del pensamiento occidental se podrá descubrir que la concepción del amor como expresión meramente sentimental o instintiva, como tal diferente y contrapuesta a las facultades humanas más elevadas es en realidad una tesis minoritaria con comparación con una tradición que ha pensado el amor en términos radicalmente distintos. 

Ahora bien, detrás de estas conjeturas que achacan al amor todas estas tensiones oscuras y sospechosas responden a los mismos criterios e intereses de quien han querido, con mucho éxito, separar al cuerpo del alma, otorgándolo al primero todas las perversiones posibles y a la segunda, la vía más expedita para la salvación del hombre. ¿Hay algo más alocado e irracional que esto? En todo caso, esto parece tener un origen, a mi juicio, en un asunto no menos espeso. La dualidad que terminó por imponerse desde la cual el ser humano debe buscar ser proclive a la razón, al logos y alejarse, cuanto más mejor, de lo irracional, del mito. Para Umberto Curi, el lugar en el que se ha examinado de manera más extensa y adecuada el nexo amor-conocimiento no son los tratados de filosofía sino los relatos, es decir, aquellas formas de expresión literaria que en griego se denominan mýthoi y en latín fabulae. Continúa Curi afirmando que en el lenguaje común, el término “mítico” responde normalmente algo anticuado, superado, inactual y que de todos modos está en contradicción con las conquistas de la ciencia moderna. “Se califican de míticas aquellas experiencias y aquellas observaciones que se han revelado erróneas sobre la base de los avances de la indagación racional: que el Sol gire alrededor de la Tierra, o que pueda incluso detenerse, según lo que se lee en la Biblia, debería por tanto considerarse mítico, en el sentido de algo que de ningún modo puede ser demostrado”. Razón por la cual, dentro del ámbito de lo racional, urge la necesidad de acallar y desenmascarar con la finalidad de exterminar –verbo que empleo a propósito– lo mítico. Desde esta óptica, está más que clara, la incompatibilidad entre los términos mito y logos como discurso racional. Una incompatibilidad que se establece a partir de otra dualidad: mentira y verdad. 

Logos, según Curi, significa la palabra en el sentido de aquello sobre lo cual e ha reflexionado y que puede ser usado para convencer. En cambio, Mito denota la “palabra” en un sentido totalmente objetivo, como equivalente de “historia”, como premisa de lo que ha sucedido o está sucediendo; “la palabra que proporciona noticias objetivas o a la que se atribuye una autoridad especial. En el origen, mythos revelaba lo que era efectiva e históricamente verdadero, aquello que ha sido contado, pero, justo por esa razón, en su esencia, sigue siendo verdad de manera perenne, al margen del paso del tiempo. El mito, a partir de esta explicación, es el testimonio inmediato de lo que ha sido, es y será, en fin, el discurso en su objetividad. Sin embargo, el significado original del término sufrió una torsión que le dio el sentido caótico manejado actualmente. Es, como reconocería Panikkar, lo aceptado como obvio, evidente, natural, verdadero, convincente y no se siente la necesidad de indagar más allá puesto que ese fondo es el resplandor. Se cree en el mito hasta tal punto que ni siquiera se piensa creer en él. 

Una diferencia radical entre el mythos y el logos es que el primero tiene como vehículo la consciencia simbólica y no el concepto, razón por la cual se transforma en el instrumento perfecto para poder establecer un diálogo intercultural honesto y, si se quiere, efectivo. Cuando se habla de consciencia podríamos entenderla como la capacidad humana más genérica de ser conscientes, darnos cuenta de algo, dirá Panikkar, percatarnos, percibirnos, discernir un cierto estado de cosas, dejando este estado tal cual, intacto. Testificar sobre algo sin penetrar en ello, sin asimilarlo, y se deja como está. La consciencia es mítica, ahora, el entendimiento es lógico. La capacidad de contemplar, entendiendo contemplar en el sentido antiguo, es decir, mirar atentamente lo sagrado, pertenece al universo del mythos, así como la fe. Siempre se ha insistido en marcar distancia entre el mythos y la razón cuando ambas dimensiones son inseparables. La verdad del mythos se guarda en el corazón, así lo entiende San Lucas. 

También se ha afirmado que el lenguaje pertenece al universo del logos; sin embargo, también es parte del mito, aunque pueda ser más complejo de trasplantar puesto que no tiene una existencia objetiva en un mundo ideal. Un mythos en el que no se cree, afirmará Panikkar, no es un mythos, sino una mitología, esto es, una narración de mitos de otros en los que no creemos. Si buscamos la armonía y la concordia en nuestra comprensión más humano requerimos la comunión con el mythos. Dentro del proceso de búsqueda de la interculturalidad se necesita establecer equivalentes y esto sólo puede hallarse acercarnos a la idea de que existen contextos que, en cierta medida, son compartidos por los mitos de las distintas culturas. “El diálogo dialogal, insiste Panikkar, que nos abre a la comunión con el mythos nos desvela también un tercer elemento para una hermenéutica completa. Junto con el texto y el contexto hay también un pretexto (para hablar o escribir) que es literalmente pre-texto, algo anterior al texto que hace que se hable o se escriba con una determinada intención”. En tal sentido, y volviendo a un punto anterior, para comprender al otro, para comprender otra cultura no resulta suficiente conocer sus conceptos, es necesario comprender también sus símbolos. Razón por la cual, descartar al mito para dirigirnos a la razón así no más, no sólo no es nada nuevo, sino que significa seguir caminando erróneamente por la historia, seguir andando tras las huellas de, por ejemplo, Auschwitz. La comunión con el mythos imposibilita la instrumentalización de la razón, abre espacio hacia lo ardiente, lo sensible, la posibilidad cierta de establecer un equilibrio que nos haga vivir con mayor plenitud este plano de la existencia donde nos encontramos. Cuando la llama de la razón ilumina la oscuridad del mito, reflexiona Panikkar, el mito desaparece, pero es la oscuridad la que le permite a la luz resplandecer. Una Upanisad dice algo francamente hermoso: Dios “puso en la oscuridad su escondrijo. En el libro de Proverbios se afirma que la gloria de Dios es tener oculta su palabra. Abrirnos al mito alejándonos de la razón, se me antoja, es abrirnos a la embriaguez dionisíaca del Yo tan racional con la finalidad de perder todo rastro de individualidad, esto es tan peligroso como lo contrario.

Paz y Bien

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