Mi esposa, su cuerpo, nota personal

 Por Valmore Muñoz Arteaga


Heinrich Heine (1797-1856), es uno de los grandes poetas del romanticismo alemán, de hecho, para muchos, el último gran poeta romántico. Judío convertido al cristianismo se dejó consumir por las llamas que brotan incandescentes del cuerpo de aquella mujer más hermosa que las cortinas del Rey Salomón, cuyas mejillas son lindas entre los pendientes, de ojos como palomas y que es capaz de guardar en su pecho saquitos de mirra para deleite de su amado, manzano entre los árboles del bosque. Esa mujer, esa esposa, esa amada es la que engalana el Cantar de los Cantares. Seguramente también llevado de la mano por el Novalis, otra de las máximas figuras de la poesía alemana, que decía que al poner un dedo, un solo y único dedo sobre el cuerpo de la amada era semejante a tocar el cielo. Quizás por ello, Heine canta decididamente que el cuerpo de la mujer es un poema que, a instancias del Espíritu, Dios Nuestro Señor escribió en el gran álbum de la naturaleza. El cuerpo de la mujer, tu cuerpo, es el supremo cantar de los cantares y no un canto abstracto, sino canto de carne y hueso donde alienta la verdadera poesía. De esta manera, el poeta, nos impulsa a abismarnos en el Señor, a través de los esplendores de su propio poema. Heine me recuerda, aunque por razones contrarias, al filósofo Michel Onfray, pensador ateo francés, muy claro en muchas ideas, pero, a mi juicio, confundido en otras, en especial en su invitación hedonista de descristianizar el cuerpo. Una confusión que me sedujo, debo admitirlo con vergüenza.

El principal objetivo del francés, en cuanto al cuerpo, es retomar la afirmación nietzschena de despreciar a los despreciadores del cuerpo partiendo de quien considera es el principal despreciador: San Pablo. “Advierto otra ley en mis miembros, escribe San Pablo a los romanos, que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?” (Rm 7, 23-24) Por ello, a la imagen de San Pablo, Onfray asoma la imagen de Lucrecio, pero también la del libertino Ovidio quien, contemporáneo con Jesucristo, pregonaba en sus artes amatorias que, a pesar de poder ver lo mejor, de conocer y aprobar los valores, termina haciendo lo peor. De tal manera que, según lo visto, el ser humano, al menos en Occidente, vive entre las fronteras del rechazo del cuerpo o del rechazo del espíritu. Entre una posición y otra, está tu cuerpo, esposa mía, y junto a tu cuerpo el mío. Tu cuerpo que es, así lo creo, como dijera Heine, un poema de Dios en el cual estoy llamado a sumergirme desde el principio de los tiempos. Cierro todos los libros y, llevado por una idea novedosa, me lanzo a la aventura sublime de contemplar tu cuerpo a partir de una teología amorosa. Una teología que me canta al oído que Dios, al hacerse hombre, se hizo cuerpo y cuerpo entregado como alimento ¿Cómo me gustaría poderle decir a Michel Onfray que el cuerpo, en el Cristianismo, es celebración de amor y de respeto, ya que, como también dice el San Pablo que el francés no leyó, debemos glorificar a Dios en nuestro cuerpo (Cfr 1 Co 6,20). Cierro todos los libros y contemplo tu cuerpo, esposa mía, y una voz muy antigua me dice que debo amar tu cuerpo como una imagen viviente del cuerpo del Salvador encarnado.

El Papa Pablo VI también parece hablarnos desde la memoria para desmentir al francés. Nos dice que, repitiendo una alocución del 4 de mayo de 1970, con excesiva frecuencia ha dado la impresión, bien errónea, de que la Iglesia ha sospechado siempre del amor humano. Por eso les dice a los hombres y mujeres del pasado, del presente y del futuro que no, Dios no es enemigo de las grandes realidades humanas, y la Iglesia no desconoce en modo alguno los valores vividos a diario por millones de hogares. Los cristianos saben que el amor humano es bueno en virtud de su origen, y si está, como todo lo que hay en los hombres, herido y deformado por el pecado, encuentra en Cristo su salvación y redención. Por esta razón, mi venerado Juan Pablo II, se afanó en demostrarlo en dos obras de necesaria lectura en la actualidad: Amor y Responsabilidad y El Taller del Orfebre, además, claro está, de su revolucionaria Teología del Cuerpo, donde redescubrí tu cuerpo, esposa, y al redescubrir tu cuerpo redescubrí el mío, cuyo sentido y razón de ser se concentra en amar al tuyo hasta que volvamos en perfecto amor al Amor Perfecto, y es que, como nos lo dice la amorosa bondad de nuestro Papa polaco, si se ama el amor humano, nace también la viva necesidad de dedicar todas las fuerzas a la búsqueda de un amor hermoso. En nuestro cuerpo pleno del amor hermoso, esposa, el apetito sexual, se transforma en un don de Dios. Cuando nos abandonamos a la poesía ardiente de nuestros cuerpos estamos ofreciéndonos a Dios exclusivamente, ya que, vemos, por medio de nuestro amor, algo más allá: nuestro valor de personas. Al respetar que el deseo forma parte del amor, no violamos el amor. Naturalmente, el signo de mayor respeto de esta poderosa verdad es el matrimonio, obra de santidad incluso en y por los actos de la carne, puesto que allí, en la desnudez de nuestros cuerpos, hechos ahora una sola carne, reciben su dignidad cobrando un significado esponsal a través del cual superamos la soledad original que nos acompaña desde el principio de los tiempos

Por estas razones, y otras más, cobro conciencia, esposa mía, de que no estoy solo gracias a la plenitud de tu cuerpo, espacio amoroso y digno en el cual supero –y superas conmigo– nuestra angustia existencial. En tu cuerpo, esposa mía, mi bien, logro la superación de la soledad absoluta, me abro a la posibilidad perenne de comunión, ya que me consagro, no como acto sexual, sino como canto de amor y de reconocimiento. Eres, esposa mía, en tu desnudez, jardín cerrado, fuente sellada, dueña de tu propio misterio, tan tuyo. Misterio de tu cuerpo profundamente incomunicable como tu belleza. Eres mujer, mi esposa, verdad del amor que es verdad de comunión, entrega y puerto. Eres silencio, mi silencio, límite del lenguaje del cuerpo. En tu cuerpo, me transformo en himno a la Caridad, núcleo de mi don como persona, identidad que me ofrece el Padre en la plenitud de su sabiduría. En tu cuerpo, esposa mía, sólo en tu cuerpo, alcanzo el milagro de ser persona en la entrega. En tu cuerpo, esposa mía, me someto a la capacidad de hacer visible lo que es invisible: lo espiritual y lo divino. Tu cuerpo, creado en el Amor del Señor por medio del amor entre tus padres, es el puente por el cual es transferida toda la realidad visible del mundo el misterio escondido desde la eternidad en Dios, y ser así su signo, su poema, su cantar de los cantares. A partir de tu cuerpo, mi cuerpo aprende a deletrear las caricias de un amor celebrado en la posibilidad de vivir antes de las heridas del pecado. A partir de nuestros cuerpos, tú y yo, una sola carne y un solo espíritu, nos revelamos mediante la entrega, de nuestra ternura, en una comunión total, cuyo fruto constante es la irradiación fecunda: nuestros hijos.

Paz y Bien

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