Nota marginal sobre el amor

 Por Valmore Muñoz Arteaga


No se requiere estar muy enterado de las vueltas de la realidad contemporánea para darse cuenta de que la palabra crisis forma parte de la dinámica social mundial. Una crisis que nos rodea y nos afecta, a veces, de manera asfixiante. Crisis de todo tipo: crisis económica, crisis migratoria, crisis de la identidad, crisis climática, crisis de las vocaciones, crisis de la educación, crisis de los valores, crisis de la Iglesia; en todos los campos, la etiología más común de lo que nos sucede se expresa mediante el vocabulario de la crisis. Inclusive hay quienes vienen desarrollando la idea según la cual también venimos atravesando una crisis teológica: las obras de Hans Urs von Balthasar, Karl Barth y Hans Küng  –tal como podemos ver en algunos de los títulos de sus textos paradigmáticos– solo son respuestas a una profunda crisis de la teología y la Iglesia. 

No creo que pueda ser distinto luego de haber atravesado la oscuridad que despertó en el hombre la Segunda Guerra Mundial. Una oscuridad que cobró matices definitivos en los campos de exterminio nazi. Lugares donde, no sólo se exterminaron a seres humanos inocentes, sino que algo muy profundo en el hombre quedó manchado y erosionando parte del misterio que nos aproxima sustancialmente a nuestra plenitud. Auschwitz es una sombra funesta que parece haber guardado un sitio en las profundidades del ser humano y que, tal y como ocurre con el virus de Epstein-Barr, una vez que el hombre se infecta con este virus, se vuelve portador del mismo (en general en estado latente) por el resto de su vida. Sin embargo, algunas veces, el virus puede reactivarse: las condiciones que provocaron Auschwitz pueden reactivarse, y así ha ocurrido. 

El filósofo español Lluís Duch afirma que Auschwitz no es una situación concluida, definitivamente acabada con el fracaso del régimen nacionalsocialista alemán. Auschwitz es una presencia que seguramente “acostumbra a actuar en forma de ausencia de la misma manera, por ejemplo, que las consecuencias del franquismo continúan estando activas —y muy activas— en nuestra sociedad a pesar de la muerte del dictador en 1975”. De tal manera que somos herederos de Auschwitz, y entre la herencia y los herederos acostumbra haber un cierto aire de familia. 

Sin embargo, Auschwitz no surgió de la nada, producto de una improvisación o de un capricho. Auschwitz es producto de un vacío interior del hombre. Gabriel Marcel resalta que en el hombre se ha producido cierta ruptura con el misterio, con cierto espacio sagrado que constituye el interior del hombre. Esta ruptura pudo haber tenido un punto de inflexión a partir de René Descartes y la Ilustración. La Ilustración nos trajo la defensa de los derechos individuales y la insistencia en que las relaciones entre la gente en una sociedad debían sostenerse en la razón y la justicia, no en la fuerza. Esto, a simple vista, no parece cuestionable. Sin embargo, si bien es cierto se buscó la imposición de la razón y la justicia, esta imposición fue producida por la erosión del amor como acto primario del pensamiento, al menos es lo que señala Jean Luc Marion que ocurrió con el pienso, luego existo cartesiano. 

La racionalidad cartesiana, cuya expresión extrema erigió los muros que dieron forma a Auschwitz, expulsó al amor del marco que define al pensar, así se abonó el terreno para su encapsulamiento en el universo simbólico de lo irracional, es decir, de lo inexpresado, de lo que debe ser callado bien sea por el silencio o por la abundante información. Esto es algo que desarrollaría, entre tantos otros, el Papa Benedicto XVI en su Carta Encíclica Deus Caritas Est (2005). Mucho antes de Benedicto XVI, Soren Kierkegaard ya había metido el dedo en la llaga. 

Para el filósofo danés, Dios es el amor absoluto. Cualquier otro concepto que el ser humano se atreva a emplear para designarlo será legítimo siempre y cuando derive claramente de esta realidad primera y esencial. Kierkegaard se pregunta cómo podría hablarse realmente del amor si Dios fuera olvidado, de quien procede todo amor en el cielo y en la tierra. Al hacer a un lado al amor, el hombre hace lo propio con Dios y viceversa. Este quizás sea el logro más oscuro de la Ilustración: oscurecer a Dios reduciéndolo a una idea perfectamente irrelevante como, justamente ocurre con el amor. Esa oscuridad alcanzó su mayor brillo en Auschwitz. Esa oscuridad sirvió de tinta, aquella lecha negra del alba que cantó Celan, para desarrollar una gramática de lo inhumano donde el otro es un infierno (Sartre), y el infierno  es un universo en el que sólo se bebe leche negra, en el que siempre se bebe leche negra, al alba, al mediodía, al atardecer, de noche... 

Marion, experto en el pensamiento de Descartes, pero también de Pascal, nos invita a pensar a la luz del amor. Nadie cuestiona que el hombre esté dotado de razón, es, como expone Erich Fromm: “vida consciente de sí misma”, por lo tanto conciencia de sí mismo, de sus semejantes, de su pasado y de las posibilidades de su futuro. Sin embargo, esa razón no basta por sí sola. Lo hemos vivido y sufrido. Hace falta algo más definitivo y profundo, aquello que nos abre a la unión interpersonal, a la fusión con otras personas, es decir, el amor. Y es que tenemos que volver a entrar en la dinámica que nos ayuda a comprender que amar verdaderamente a una persona implica amar al hombre como tal. Sólo el amor puede ayudarnos a superar las luces de la razón que nos volvieron oscuro cálculo. Sólo el amor es digno de fe. Sólo el amor abre las compuertas a un cambio antropológico que supere tantas sombras que, por estar de espaldas a ese amor que es igual a darnos la espalda a nosotros mismos, han oscurecido la vida y sus posibilidades.

Paz y Bien


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