Silencio, diálogo y sinodalidad
Por Valmore Muñoz Arteaga
Escribe Carl Jung que el hombre contemporáneo, el hombre moderno, parece
haber olvidado el silencio entregándose al estrepitoso ruido debido a que,
sobre todo, tiene miedo de sí mismo, tiene miedo al silencio que lo obliga a
contemplarse como frente a un espejo. Ese miedo lo empuja a buscar compañías
ruidosas para echar a los demonios que lo habitan. El ruido parece brindar
cierto sentido de seguridad, como lo
podrían hacer las multitudes. Se siente protegido de penosas reflexiones, de
sueños inquietantes, “nos asegura que estamos todos juntos y hacemos un
bochinche tal que ninguno osará agredirnos”.
De esta manera y por estas razones, llenamos todo nuestro espacio físico y
mental a riesgo efectivo de bloquear nuestra creatividad, nuestra fantasía, proyectándonos
hacia una pura exterioridad, superficialidad, masificándonos y alienándonos. El
propio Jung ya advertía en 1957 las consecuencias de habernos entregado al
ruido: aturdimiento, apatía, destrucción de las capacidades de concentración,
agotamiento nervioso abrazado a las toxicodependencias (alcohol,
tranquilizantes, etc.) que terminan embruteciendo
al hombre hasta volverlo un esclavo. Nos volvimos dependientes del ruido
haciendo a un lado los sonidos. Lo grave de este olvido del silencio es que
quien teme hacer silencio, tiene miedo de pensar. El olvido del pensar ha tenido consecuencias nefastas
para el hombre y el mundo.
Comentábamos en un artículo anterior acerca de la crisis en la teología, pues bien, la teología también se ha
olvidado del silencio. Seducida por la ambición
de convertirse en ciencia, ha relegado a la mística y a la espiritualidad la
realidad esencial de su reflexionar,
corriendo continuamente el peligro de caer en la inexperiencia de su objeto de
investigación.
Hemos olvidado que el silencio es una dimensión
constitutiva del hombre. Pensar en el silencio inevitablemente me conduce a
la Virgen María. Desde siempre he vinculado al silencio con ella. Toda su vida,
hasta los momentos más cruentos, fue una existencia
amorosamente silenciosa. Las alegrías, las penas y el peor de los
sufrimientos fueron vividos en silencio. Toda ella estaba puesta en Cristo y lo
hizo siempre en silencio. Cuando habló lo hizo para enseñarnos a alabar a Dios
y para pedirnos que hiciéramos lo que Jesús nos pidiera. Esta actitud de María,
tan contraria al hombre moderno, me recuerda también al Dios Creador del mundo.
Si primero fue el Verbo, es decir, la Palabra, esta debió ser precedida por el
silencio. Dios salió de su silencio para dar vida, para crear.
El silencio no es una pausa debida al cansancio del hablar, ni se presenta
cuando la palabra ha dejado de existir; al contrario, constituye la esencia de
todo lenguaje humano, ya que representa su fuente original y su fin último. Sin
embargo, vivimos en el corazón de un olvido del silencio y, lógicamente,
tendría que ser así si, además, padecemos una crisis de la palabra. Las palabras que no brotan del silencio son palabras
vacías, vanas, tan sólo palabras. Henri Nouwen
ha señalado que la palabra dejó de
comunicar, ya no alimenta la
comunicación, “ya no crea comunidad:
en consecuencia ya no aporta a la
vida”. Esto, sin lugar a dudas, es grave, muy grave. En especial por el llamado
sinodal que el Papa Francisco ha
hecho a los cristianos.
Sínodo, recoge la Santa Iglesia, es una palabra antigua muy
venerada por la Tradición de la Iglesia,
cuyo significado se asocia con los contenidos más profundos de la Revelación.
Compuesta por la preposición σύν, y
el sustantivo ὁδός, indica el camino que recorren juntos los miembros del Pueblo de Dios. Remite por lo
tanto a Jesús que se presenta a sí mismo como el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6), y al hecho de que los
cristianos, sus seguidores, en su origen fueron llamados los discípulos del camino (cfr. Hch 9,2;
19,9.23; 22,4; 24,14.22). En tal sentido, la sinodalidad nos convoca, en primer lugar, al diálogo. Sin diálogo
no podemos caminar juntos y mucho menos entendernos.
Sin silencio no puede establecerse un diálogo constructivo. Conversaciones,
muchas, pero diálogo no. Si estamos avasallados por el olvido del silencio que,
a su vez, conspira contra la posibilidad de una comunicación humana y efectiva,
entonces no es sensato establecernos una posibilidad de diálogo, sea convocado
por la Iglesia o por cualquiera. El pasaje de los discípulos de Emaús es un
claro ejemplo, no sólo de que Jesucristo es maestro del diálogo, sino que nos
muestra la capacidad transformadora del mismo. Jesús escucha con atención a
Cleofás y al otro. Los escucha con atención, humildad y misericordia. Escucha en
silencio para, efectivamente escucharlos a ellos. Precisamente por saberlos
escuchar, por sentirse escuchados, los discípulos pudieron sentir arder su corazón y pidieron que se quedara con ellos esa noche. La escucha
de Jesús se alimentaba del silencio que le permitió escuchar a estos dos
hombres y no a sus pensamientos.
Debemos emprender un rescate del silencio. Descubrirnos en él. Sólo en él,
en el silencio, podemos hallar el camino que nos muestre el valor fundamental
de la relación, de la interioridad, de la comunidad. No podemos rescatar el silencio si antes no comprendemos
que no se trata de un problema del lenguaje, sino del hombre que habla. Recordemos
que en la Introducción a la Metafísica
de Heidegger en cuyas páginas se detiene detalladamente sobre la necesidad de
una definición más auténtica de hombre.
El filósofo alemán desplaza al hombre como animal
racional para enaltecer al hombre como animal
que posee el logos. Esta distinción convoca al hombre a ir más allá del hablar del habla con la finalidad de que
establezca su morada en ella. El hombre
que se descubre descubriendo el silencio, no sólo transforma al habla en su
morada, sino que además logra que el habla
nos confíe su esencia.
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