Crisis del pensamiento occidental en los albores del siglo XX
Por Valmore Muñoz Arteaga
Muchos intelectuales de peso fundamental en la
historia de las ideas del siglo XX apuntaron sin reserva alguna sobre el tema
de una gran crisis universal. Quizás haya sido Oswald Spengler quien mejor
expresó esta idea de la crisis, y lo hizo desde las páginas de un libro
terrible: La decadencia de Occidente, publicado en 1918. Este desolador
testimonio aparece justo al término de la Primera Guerra Mundial. Fue traducida
a una docena de idiomas causando enormes reflexiones en los pensadores de
América y Japón tanto como en los de todos los países europeos. En sus páginas
se predice el hundimiento de una civilización que no había cumplido su oferta
de surgimiento de una fuerza que había de ser aniquiladora y renovadora.
Movimientos surgidos en Europa con el supuesto revolucionario de traer una
especie de orden universal como el fascismo y el nacionalsocialismo, lejos de
ello, lo único que quedó demostrado fue la franca decadencia del hombre y la
cultura moderna. Spengler no veía ningún futuro para los vencedores blancos
quienes terminarían sucumbiendo por otra raza, probablemente mongólica o
asiática.
La obra es sin duda un derivado de los
planteamientos de Nietzsche, fundamentalmente el planteamiento de que la
civilización que conocemos es tan sólo el envejecimiento de la humanidad, y que
está próxima a su fin. En tal sentido, el hombre occidental, habiéndose
convertido en ser civilizado (amaestrado), es estéril, débil e indefenso, y por
esto debe morir. Idea que nos lleva a muchos de los febriles postulados de
Nietzsche. Spengler proponía en su obra una morfología cíclica y biológica
sobre la historia de las civilizaciones, según la cual toda civilización, como
todo organismo, tendría su ciclo vital determinado que le llevaría desde su
nacimiento hasta su decadencia y extinción. No sólo en esto coinciden ambos
pensadores, además, al igual que Nietzsche, Spengler afirma que las artes en
Oriente como expresión del espíritu terminan superando a una cultura occidental
caída junto con la civilización. “¿Qué tenemos hoy en día? Una música falsa,
llena del ruido artificial de masas instrumentales; una falsa pintura, llena de
efectos exóticos y absurdos, que cada diez años aproximadamente cuece algún
nuevo estilo que, en realidad, no es ningún estilo” (Spengler). Esta obra abre
las puertas a un fuerte espíritu pesimista en toda la cultura europea y, en
cierta medida, en América. Un espíritu que anidó en la literatura producida,
básicamente, entre las dos grandes guerras.
Cuando aparece el libro, Ortega y Gasset lo definió
como “la peripecia intelectual más estruendosa de los últimos años”. Como
apuntaba arriba, el pesimismo de la obra impregnó otras manifestaciones
literarias del momento. Un año después de la primera impresión del libro surge
la notable obra de Hermann Hesse, Demian, bajo la forma de la historia de la
relación entre Emil Sinclair y Max Demian, del relato de la pérdida de la
infancia del primero y de la búsqueda de su destino, a través de un sistemático
rechazo a los valores de la civilización occidental, proclamando sobre ellos el
derecho a la afirmación de la propia individualidad y conciencia, ideas que
abordará y profundizará Hesse en dos obras posteriores como Siddharta y El lobo
estepario. Entre 1919 y 1927 aparecerá el ciclo En busca del tiempo perdido de
Marcel Proust, en el cual se bosquejará la evocación de un mundo aristocrático
y refinado irremediablemente perdido. Proust se desliza atento a recobrar el
pasado, hasta en los más minúsculos detalles. Detalles que por muy
insignificantes que puedan antojarse terminan por edificarnos como seres, nos
construyen como personas, en ese período inocente como resulta ser la infancia.
Proust la reconstruye tratando de encontrar en ese ejercicio de ensoñación los
momentos felices que nos van desabrigando ante la proximidad inmutable del sufrimiento
y la fatiga que nos esperan a lo largo de la vida.
La obra de Luigi Pirandello, especialmente la
producida entre 1921 y 1924, giró en torno a los conflictos entre apariencia,
ilusión y realidad. En estas obras se reflejan las ideas filosóficas del autor,
como la existencia de un afincado trance entre los instintos y la razón, que
empuja a las personas a una vida llena de caricaturescas incoherencias;
igualmente señala que las acciones concretas no son ni buenas ni malas en sí
mismas, sino que lo son según el modo en que se les mire; y, por último, cree
que un individuo no posee una personalidad definida, sino muchas, dependiendo
de cómo es juzgado por los que entran en contacto con él. Sin fe en ninguno de
los sistemas morales, políticos o religiosos establecidos, los personajes de
este autor encuentran la realidad sólo por sí mismos y, al hacerlo, descubren
que ellos mismos son fenómenos inestables e inexplicables. Pirandello expresó
su profundo pesimismo y su pesar por la condición confusa y sufriente de la
humanidad a través del humor. Sin embargo, éste es singularmente macabro y
desconcertante. La sonrisa que despierta procede más bien de lo embarazoso, y a
veces amargo, que resulta reconocer los aspectos absurdos de la existencia. Fue
un importante innovador de la técnica escénica e, ignorando los cánones del
realismo, prefirió usar libremente la fantasía con el fin de crear el efecto
que deseaba.
El maravilloso poema de Thomas Stearn Eliot, La Tierra Baldía, publicado en 1922, nos ofrece más luces sobre la crisis del
pensamiento en el siglo XX. El poema no es otra cosa que una desesperada
reflexión sobre la esterilidad de la vida cotidiana. Dicen los expertos en
tarot que para interpretar los arcanos del mismo es necesaria una mezcla de intuición
y de saberes ancestrales, no siempre conscientemente esgrimidos por aquél que
los posee. Y de algún modo es así como hay que leer La tierra baldía, un poema
que hace resonar complejas referencias culturales en la mente del espectador
para situarlo ante la vacuidad y el misterio que finalmente, por muchos apoyos
intelectuales a que se recurran, siempre acaban por rodear al ser humano.
Nos podemos aventurar en la afirmación de que Eliot
no necesariamente persigue la posibilidad de que el lector se interese por
escudriñar entre las enrevesadas referencias culturales apuntadas en los
poemas. Quizás Eliot busca, a través de esas referencias culturales,
reconstruir poéticamente la borrosa complejidad cultural de los hombres de
Occidente que de algún modo son deudores, conscientes o no de ello, así como el
mestizaje cultural contemporáneo que lleva a una sociedad plural y barroca que
acentúa la complejidad existencial: las respuestas no son nunca nítidas y
unívocas, como lo fueron para nuestros antiguos, sino que se entremezclan por
la realidad occidental en la que lo fútil y trivial convive con lo profundo y
trascendente.
La Tierra Baldía retrata la terrible visión de Eliot
acerca de la decadencia social y cultural de Occidente. De un mundo yermo, de
costumbres pútridas, de desértica perspectiva y con los valores morales en
bancarrota. Este extenso poema de Eliot representó lo que para la prosa pudo
significar El sol también se levanta de Hemingway, el manifiesto de una
generación perdida que vio su espíritu sacudido por unas cuantas líneas que
alteraron los conceptos tradicionales de la poesía y de la misma vida. La
tierra baldía es un poema global, es el poema del hombre contemporáneo con todo
lo que es, fue y será.
El tema de la crisis se hace aun más agudo en las
novelas atormentadas de Franz Kafka, particularmente con El Proceso y El Castillo, publicadas ambas entre 1925 y 1926. La obra kafkiana se confunde con
una especia de leyenda del fracaso, una búsqueda de la seguridad perdida a
través de un siniestro bosque de pesadillas. Estos bríos para alcanzar el
resguardo de un puerto abrigado se vuelven más desesperados a medida que Kafka
se percata de que no es posible encontrarlo. En torno a esta dualidad se
edifica la columna vertebral de El Proceso. Kafka convierte el entramado
jurisdiccional en el que se desarrolla El Proceso en una crítica burlesca de la
burocracia de los estados y de las instituciones típicas de la modernidad; por
último, muestra la angustia vital de la constante búsqueda del dios personal
que le saque de su situación de anomia. Previó que el camino por el que
discurría el hombre y el mundo conducía a la resurrección del Viejo Comandante:
los fascismos y el socialismo real son pruebas históricas fehacientes de su
presunción. En el proceso de construcción individual y social del mundo, la
salvación a nivel interior tiene que tener su reflejo en el exterior. Kafka
percibió estos dos planos y reflejó su visión crítica de cada uno de ellos:
crisis de sentido a escala individual y desmoronamiento ético en el ámbito
colectivo. El proceso de Kafka supone una feroz crítica al entramado
institucional propio de la modernidad: el aparato jurisdiccional dibujado en El
proceso es irracional y está construido deconstruyendo todos los pilares
racionales que sustenta al Estado de Derecho emanado del racionalismo
ilustrado.
En El Castillo el tema del fracaso vuelve a hacerse
patente. Mucho de lo expuesto en El Proceso vuelve a repetirse. El Castillo es
el reflejo de la irracionalidad de la vida misma, donde este castillo no es
sino Dios, la realidad y toda la gran superestructura incomprensible ante la
lógica humana, que trata de ser alcanzada en el libro por K. y los pobladores
en desesperados esfuerzos, con una terca esperanza y a manera de fin, pues lo que
buscan es dejar ese mundo de penas encontradas, esa aldea, para lo cual todo
esfuerzo, por más que inútil, vale la pena.
En 1924 aparece otra obra fundamental que intenta dar su visión de la crisis. La Montaña Mágica de Thomas Mann surge con la no tan equivocada pretensión de volverse la novela de la enfermedad y la decadencia europeas. La novela es una investigación del nacionalismo y del liberalismo, una amalgama de comedia y tragedia en la que todos los personajes tienden a ser figuras alegóricas. En la novela, su protagonista, el joven burgués Hans Castorp, llega a un sanatorio en Davos; a causa de su enfermedad ha de permanecer siete años en aquel extraño mundo cerrado. La casa y los enfermos, entregados a interminables debates, son símbolos de la Europa mortalmente enferma de los años que precedieron a la Primera Guerra Mundial; la enfermedad y la muerte de los individuos y de las culturas constituyen los temas de los prolijos diálogos.
Lo más interesante de esta crisis del pensamiento
que experimentó el Occidente durante las primeras décadas del siglo XX se
centra en la búsqueda de nuevos y exóticos horizontes. Muchos intelectuales
hastiados y desilusionados por las maltrechas condiciones en las cuales se
hallaba Europa, volvieron sus rostros hacia otras experiencias culturales.
Otras culturas se volvieron intensos experimentos espirituales como son los
casos de India con Hesse, México con David Herbert Lawrence, el mundo árabe con
T. E. Lawrence, Indochina con Malraux, entre tantos otros. El desvanecimiento
de los imperios multinacionales de la Europa central y el allanamiento en esa
región de violentos nacionalismos antisemitas, demolieron el mundo en el que
había iniciado la formidable intelectualidad judía de la preguerra. Algunos de
esos intelectuales (Buber, Scholem) optaron por el sionismo; otros (Ernst
Bloch, Walter Benjamin, Gyorgy Lukács) por el marxismo; Freud, por citar un
caso señero, se exiló, y Stefan Zweig y el mismo Benjamin terminaron
suicidándose. La generación europea de 1914 fue una generación marcada por el
desencanto y la decepción. Una nueva generación de intelectuales surgiría años
después de finalizada la Segunda Guerra Mundial, el nuevo trabajo era exorcizar
los demonios de las nefastas experiencias recientemente vividas y levantar sus
voces contra lo que estaba por venir.
Excelente. Hermano esta reflexión es muy buena. Saludos. Gracias por tus escritos.
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