El amor trinitario en San Francisco de Asís
Por Valmore Muñoz Arteaga
El peregrinaje de la
conversión en San Francisco fue prolongado, lleno de dolores, sufrimientos,
decepciones para alcanzar su plenitud como hombre y como cristiano. En ese
camino el episodio frente al Cristo de San Damián es, como afirman sus
biógrafos, decisivo. Dios lo iba llevando mediante acontecimientos continuos
por caminos que Francisco no acababa de entender ni sabía a dónde le conducían.
Su gran preocupación era conocer la voluntad de Dios, saber lo que le pedía, lo
que quería de él, y hallar el rumbo que debía iniciar, para lo que recurría,
con mucha frecuencia, a la oración. Un día, mientras paseaba junto a la iglesia
de San Damián, llevado del Espíritu, entró en ella y se puso a orar
fervorosamente ante la imagen del Cristo, que amorosa, piadosa y paternalmente
le habló así: “Francisco, vete, repara mi casa, que, como ves, se viene del
todo al suelo”. Los manuscritos biográficos dicen que fue entonces cuando el
santo pronunció una oración como respuesta a la orden que acababa de recibir.
Oración que lo llevó también, sin lugar a dudas, a meditar en la profundidad
del amor de Dios. La oración dice: “Sumo, glorioso Dios, ilumina las tinieblas
de mi corazón y dame fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta, sentido y
conocimiento, Señor, para que cumpla tu santo y verdadero mandamiento”. Pide la
caridad perfecta que, según San Pablo, es la principal de las virtudes
teologales, ya que todas las demás, la fe y la esperanza, son consecuencia de
ella. ¿Y cuál es la caridad perfecta, cuál es el amor perfecto? La respuesta la
encontró en su visión de la Santísima Trinidad.
En el libro La
Teología de los Santos (1989) de François-Marie Léthel se concluye que
todos los santos son teólogos, ya que sólo los santos pueden serlo en la
profundidad necesaria. La vida de los santos constituye un «lugar teológico»,
puesto que la estudia, desde una perspectiva histórico-teológica, cómo han
contribuido los gestos, actitudes y escritos de los santos, tanto al progreso
de la cultura humana como a la inculturación del Evangelio, en definitiva, cómo
ha interaccionado el santo con su medio. Esta identificación entre la santidad
y la teología se podría sustentar de manera más certera y efectiva en las
palabras que San Juan vierte en su primera carta cuando afirma que “Todo el que
ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios,
porque Dios es Amor” (1 Jn 4,7-8). La teología es conocimiento de Dios y sólo
el que ama puede conocer a Dios, creo que eso es bastante claro. Por otro lado,
el amor a Dios y el amor al prójimo, hechos que San Francisco cumplió a carta
cabal, son la esencia misma de la santidad cristiana. Los místicos, de alguna
manera, son presencia viva de un carisma del Espíritu Santo que es el del
conocimiento superior del misterio Dios y se transforman en testimonio vivo del
Dios vivo que se desborda en amor por los hombres. Conocimiento de Dios que es
experiencia de amor, comunión entre la fe y la caridad que atraviesa mente y
corazón y la hacen una sola cosa que late y vibra al son del mismo amor.
Amor que lo impulsa a
imitar a Cristo sin reservas de ningún tipo y se transformó en el centro vital
de su ideal de vida. Su principal deseo, dice Tomás de Celano, su intención más
elevada y su resolución suprema, era el observar en todas las cosas el santo
Evangelio, practicar la doctrina de Nuestro Señor Jesucristo, seguir sus
huellas e imitar sus ejemplos. “¡Oh, cristianísimo varón, exclama San
Buenaventura, que en su vida trató de configurarse en todo con Cristo viviente,
que en su muerte quiso asemejarse a Cristo moribundo y que después de su muerte
se pareció a Cristo muerto! ¡Bien mereció ser honrado con una tal explícita
semejanza!”. San Francisco de Asís no se va a limitar ni con una imitación
parcial o externa, ni con una fácil y remota semejanza, como si esto ya fuera
poca cosa. Su constante ambición, santa ambición, fue la de evadir el
fariseísmo y desempeñar una religión verdaderamente interior. En ese sentido,
encontró en la Santísima Trinidad el modelo amoroso a seguir, esa presencia
invasora que va revelando poco a poco «sus nombres». El cristianismo se
manifiesta en San Francisco como si se tratara de una seducción, de una
invasión. La ocupación de la figura aglutinante de Cristo reúne toda su vida de
fe. Penetra en el misterio trinitario el mismo día en que descubre a
Jesucristo. Él es una ilustración viviente de la promesa del mismo Jesús: “Si
alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y
haremos morada en él” (Jn 14,23). Afirma Michel Hubaut que si la intuición o la
experiencia primera puede variar, el movimiento de los verdaderos místicos
cristianos, guiado por el Espíritu, confluye siempre en Dios Trino y Uno, único
capaz de iluminar el conjunto del misterio de la salvación. Nuestro santo es
uno de esos místicos. “Reducir su espiritualidad a su dimensión cristológica,
sería desconocer a Francisco. La historia religiosa nos enseña que cualquier
cristología desconectada del misterio trinitario se diluye con frecuencia en
ideología. Francisco es lo contrario de un ideólogo. Jamás miró a Cristo sin
tener en cuenta a la vez su relación filial con el Padre y su disponibilidad
total al Espíritu. Jesús es la revelación y el itinerario pascual hacia el
Padre. Jesús es la manifestación y la fuente del Espíritu”.
Los místicos vislumbran
en la Trinidad el misterio de la comunión en el amor. San Francisco eleva su
pensamiento, no sabe teorizar, sólo es visual y práctico, y en su contemplación
descubre el amor que se desnuda sutil y suave entre Padre, Hijo y Espíritu
Santo. Un Dios que es amor y que se expresa en la más perfecta comunión de vida
de las tres personas y su distinción, mostrándole al hombre de hoy, a ti y a
mí, que el amor es unidad, expresión de recíproca relación. Desde allí, desde
el ejemplo de su vida hace un llamado a vivir una existencia humana y una
humanidad llamadas a convertirse en morada de la Trinidad. San Francisco de Asís
repite sin cesar lo que el Espíritu Santo le dice constantemente: “El espíritu
del Señor... siempre desea, sobre todas las cosas, el temor divino y la
sabiduría divina y el amor divino del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
Por ello nos enseña una y otra vez a dejarnos encantar por la vida cristiana.
Por eso alaba a al Dios Uno y Trino en los siguientes términos: “Tú eres santo,
Señor Dios único, que haces maravillas. Tú eres fuerte, tú eres grande, tú eres
altísimo, tú eres rey omnipotente, tú, Padre santo, rey del cielo y de la
tierra. Tú eres trino y uno, Señor Dios de dioses, tú eres el bien, todo el
bien, el sumo bien, Señor Dios vivo y verdadero. Tú eres amor, caridad; tú eres
sabiduría, tú eres humildad, tú eres paciencia, tú eres belleza, tú eres
mansedumbre, tú eres seguridad, tú eres
quietud, tú eres gozo, tú eres nuestra esperanza y alegría, tú eres
justicia, tú eres templanza, tú eres toda nuestra riqueza a satisfacción. Tú
eres belleza, tú eres mansedumbre; tú eres protector, tú eres custodio y
defensor nuestro; tú eres fortaleza, tú eres refrigerio. Tú eres esperanza
nuestra, tú eres fe nuestra, tú eres caridad nuestra, tú eres toda dulzura
nuestra, tú eres vida eterna nuestra: Grande y admirable Señor, Dios
omnipotente, misericordioso Salvador”.
San Francisco entonces,
seducido por el amor que emana de la fuente de todo amor, contempla a la Virgen
Santísima como el ejemplo más claro y preciso de cualquier ser humano que se
transforma en depósito del amor trinitario. Razón por la cual, las virtudes
marianas se vuelven camino para cada uno de los cristianos, brújula que conduce
a la magnificencia de ese mismo amor para hacernos partícipes también, de
alguna manera, del Magnificat. En tal sentido, le canta: “Salve, reina
Sabiduría, Dios te salve con tu hermana la santa y pura Sencillez. Señora santa
Pobreza, Dios te salve con tu hermana la santa Humildad. Señora santa Caridad,
Dios te salve con tu hermana la santa Obediencia. Santísimas virtudes, a todas
os salve el Señor, de quien venís y procedéis. No hay nadie en el mundo entero
que pueda tener a una de vosotras, si antes no muere; quien tiene a una y a las
demás no ofende, las tiene a todas; y quien ofende a una, ninguna tiene y
ofende a todas; y con cada una confunde a vicios y pecados. La santa Sabiduría
confunde a Satanás y todas sus malicias. La pura y santa Sencillez confunde a
toda sabiduría de este mundo y la sabiduría del cuerpo. La santa Pobreza
confunde al ansia de tener y a la
avaricia y a las preocupaciones de este mundo. La santa Humildad confunde a la
soberbia y a todos los hombres que hay en el mundo, y al mundo mismo, y también
a todas las cosas que hay en el mundo. La santa Caridad confunde a todas las
tentaciones diabólicas y carnales y a
todos los temores de la carne”.
¿Qué nos dice esta
experiencia de San Francisco a los hombres de hoy? Nos dice lo que nos ha dicho
siempre y que expone San Pablo: “Para mí la vida es Cristo, y la muerte es
ganancia... Hermanos, sigan mi ejemplo y fíjense también en los que viven según
el ejemplo que nosotros les hemos dado a ustedes” (Fil. 1, 21 y 3, 17). San
Francisco nos dice hoy lo que siempre nos han dicho todos los santos: vivir en
Cristo y en su amor que, al mismo tiempo, es ofrecido ardorosamente al otro,
incluso al que hemos visto como enemigo. Los santos, como Francisco de Asís, no
nos alejan de Dios; simplemente ellos con sus ejemplos de fe cristiana nos
estimulan a acercarnos a Dios con la sola mediación de Jesucristo, pero, al
mismo tiempo, son una invitación permanente a acercarnos a todos los que nos
rodean y llevar con la palabra y el ejemplo el Evangelio que vive en el amor
como llama siempre encendida, como río de agua viva, como pan para los pobres y
fuente de toda esperanza.
Paz y Bien
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