Entre el tormento y la desesperación, la conversión

 Por Valmore Muñoz Arteaga




En 1942, Viktor Frankl, prestigioso psiquiatra austríaco, fue internado en el campo de concentración de Auschwitz. Espacio terrible, hostil y violento en el cual, hombres sin corazón, tejían con eficacia abrumadora la abolición del hombre, pues no se limitaba sólo al exterminio del otro, ya que allí quedaba todo exterminado. Lo decía Confucio en sus Anales: “Quien se pone a trabajar con hilo distinto destruye el tejido completo”. Allí, en medio de las escenas más brutales e inadmisibles, Frankl descubrió el método terapéutico que desarrollaría después de alcanzar su libertad. Entre las penetrantes oscuridades del campo, se tropezó con la experiencia de compartir amarguras con prisioneros que, pese a las espesas y duras condiciones de vida, no perdían la esperanza, todos los días se afianzaban en un motivo por el cual vivir, vivir un día más, y otro, y otro. Eso ayudaba como nada a soportar la violenta cotidianidad del campo. Eso les mantuvo firmes en su dignidad de hombres. Quien tiene un «porqué» para vivir, escribió alguna vez Nietzsche, siempre encontrará el «cómo» hacerlo. Sin embargo, es fundamental que comprendamos como seres humanos que el sufrimiento es una parte que no podemos suprimir de nuestra vida, así como no podemos suprimir la muerte. Todos ellos complementan la vida. Aunque resulte contradictorio, sin el sufrimiento la vida perdería parte de su sentido. Frente al sufrimiento, el hombre tiene el camino libre para poder hallar su propia divinidad que comparte, en cierta medida, con aquel que padeció entre tormentos en la cruz. 

Llegados a este punto, es muy probable que nuestra imaginación nos lleve hacia los linderos de la santidad, pero como una alternativa para algunos hombres con ciertas características personales, pero, de ninguna manera, para todos. Y esto no es así. La santidad, por llamarlo de alguna manera, está abierta para todos sin restricción de credo religioso o situación personal antropológica. Pudiera recurrir a hombres y mujeres tan diversos como Francisco y Clara de Asís, por ejemplo, para demostrarlo. Quienes, antes de su conversión, eran dos personas que calaban perfectamente con el mundo de entonces y para ninguno de los dos se podía augurar un final tan particular que sellaría para siempre sus nombres en la historia. No, no serán hombres y mujeres de estas características a quienes mencionaré en estas líneas para ahondar los caminos del tormento y la desesperación con la finalidad de abonar un «porqué» para ti que me lees. Todo lo contrario. Voy a deambular por oscuros episodios de la vida de hombres que, como tú y como yo, tuvieron vidas disolutas (inmorales) y cómo alcanzaron brindarle otro sentido a las vicisitudes que les correspondió vivir y que lograron santificar para su superación. Tomaré a Oscar Wilde, Fedor Dostoievski y Rabindranath Tagore, sobre ninguno se podría decir que fueron los típicos cristianos cuyas vidas terminaron expuestas en los altares de la Iglesia.


Wilde

Una de las novelas más famosa de todos los tiempos es El Retrato de Dorian Grey (1891), fue escrita por Oscar Wilde. En ella vemos cómo pareciera que se nos abren las puertas para la experimentación de un nuevo tipo de hedonismo fundamentado en una ética individualista y, si se quiere, hasta anarquista, por medio de la cual, el artista tiene carta libre para señalar la estupidez y la deformidad de una sociedad que no termina de abrir su corazón a la inmoralidad como doctrina de vida. Poco tiempo después de la publicación de la novela, Wilde fue acusado por tener prácticas homosexuales por el marqués de Queensberry, quien era el padre de su presunto amante. La respuesta del escritor fue demandarlo por difamación lo que inició un juicio que llevaría a Wilde a dos años de trabajos forzados perdiendo a su familia, viendo cómo eran retirados sus libros y obras de teatro del acceso al público, terminando en bancarrota y saqueada su casa. Quedó en la indigencia. Transcurridos 6 años de la publicación de la novela, escribe De Profundis, carta escrita a su presunto amante y causa de su infortunio, en la cual detalla sus años de presidio. En ella destaca cómo en su descenso a los infiernos tuvo la oportunidad de volver a leer los Evangelios generándose así, en su corazón abrumado, la revelación de Dios. En su condición de pecador, Wilde encontró el amor de Cristo, pues veía en el pecador la más cercana aproximación posible a las perfecciones del hombre, “en alguna forma que aún no entiende el mundo, escribe, consideró el pecado y el sufrimiento como maneras de perfección hermosas y sagradas […] Naturalmente, el pecador debe arrepentirse […] El instante del arrepentimiento es también el instante de la iniciación”. Y tomando como capítulo señero la parábola del hijo pródigo afirma que “cuando el Hijo Pródigo cayó de rodillas y derramó lágrimas, convirtió en momentos hermosos y sagrados aquellos en los que desperdició su hacienda con prostitutas, apacentó a los cerdos y codició los desperdicios con que éstos se alimentaban”. Wilde fue considerado el mejor escritor del mundo en su momento, sus éxitos eran impresionantes lo que le condujo a recibir todo tipo de gratificaciones. Sin embargo, su plenitud como hombre no la halló en la opulencia, sino en su encuentro con Dios, una vez había sido desposeído de todo. 

Charles Baudelaire, poeta francés contemporáneo de Wilde, escribe que en todo hombre, a toda hora, hay dos solicitudes simultáneas, una hacia Dios, la otra hacia Satanás. La invocación de Dios, o espiritualidad, es un deseo de subir en grado; la de Satanás, o animalidad, es una alegría de descender. En El Retrato de Dorian Grey, Wilde expresa una idea similar al señalar que el alma y el cuerpo son dos palabras que envuelven un profundo misterio. Afirma que en el alma, algunas veces, hay una cuota de animalidad y que, por su parte, hay en el cuerpo, a veces, momentos de espiritualidad. Los sentidos son capaces de refinarse, y el intelecto es capaz de degradar. El punto es que el hombre debe siempre tomar una decisión frente a las luces y a las sombras, frente al bien y al mal y, muchas veces, esa decisión se toma cuando se nos ha arrebatado todo, cuando llegamos al dolor de descubrir nuestra miseria. Miseria que, según Simone Weil, forma parte de la misma esencia de la humanidad e iguala a todos sus miembros. Este es el punto de partida en la relación con el Dios trascendente. Así lo advirtió Fedor Dostoievski durante su experiencia en el infierno de Siberia por simpatizar con el socialismo utópico. No sólo fue detenido y puesto preso, sino condenado a muerte frente a un batallón de fusilamiento.

Dostoievski
 

Cuando la muerte era ya inminente, pues ya estaban a punto de disparar contra su humanidad, se le notificó que había sido indultado. La pena capital se le cambió por un régimen de trabajos forzados por cuatro años que cumplió en Omsk. Cuatro años en los cuales tuvo que vivir al margen de cualquier convención o juicio moral en condiciones infrahumanas. Dostoievski aprendió allí, como Wilde, a ser un explorador del abismo. Su principal actividad en esos años de intensa oscuridad fue leer la Biblia. Entre esos muros, las líneas luminosas de la Palabra de Dios le brindaban al escritor ruso otra manera de contemplar a los hombres dentro de esos muros. Hombres muy raros que seguramente terminaron reflejados en sus novelas. En medio de la oscuridad que tejían las sombras que deambulaban desnudas en múltiples formas, Dostoievski comprendió la profundidad de la misericordia de Dios. “No temas nada, escribe en Los Hermanos Karamazov, ni temas nunca ni te acongojes. Que el arrepentimiento no mengüe en ti, y Dios te lo perdonará todo. No hay ni puede haber en toda la tierra un pecado que Dios no perdone al que se arrepiente de verdad. Y el hombre no puede cometer un pecado tan grande que agote el infinito amor del Señor”. Como vemos, el descenso de Dostoievski al infierno de Siberia que es, sin duda, el infierno del hombre, su infierno, lo llevó a tener una nueva visión de Dios, y esta nueva visión cambia de manera radical la perspectiva, no sólo de la vida, sino del hombre en general. Infierno que no sólo viene enmarcado en experiencia personales tan radicales como las de Wilde y Dostoievski, sino por medio de otras mucho más comunes y abiertas a la experiencia de cualquiera, por ejemplo, la muerte de un ser querido, como es el caso del poeta hindú Rabindranath Tagore. 


Cuando era muy joven, entre los 20 y 30 años, cuenta en sus memorias que tuvo una amarga experiencia desatada por la muerte de una persona muy cercana a sus afectos. Una muerte que desgarró la idea que sobre la vida se había fraguado. Una muerte que lo sumió en un estado de profunda confusión y desconcierto. Más que doblegarlo, la terrible experiencia le fascinaba, puesto que, no podía comprender cómo en medio de tan desgarrador dolor, pudiese, al mismo tiempo, sentir destellos de alegría. “El hecho de que la vida no fuera algo estable y permanente constituía una descubrimiento muy doloroso, escribe el poeta, pero a la vez  me proporcionaba una gran sensación de alivio”. Tagore intuye con estos pensamientos que el hombre no está preso dentro de las sólidas murallas de la vida ordinaria y esto le producía una muy grata satisfacción. Ese sentimiento de pérdida se transformó en otra cosa. A medida que iba cesando su atracción por el mundo, la belleza de la naturaleza iba alcanzando ante sus ojos un significado cada vez más profundo. “La muerte me había proporcionado, escribe, la perspectiva justa desde la que poder ver el mundo en la plenitud de su belleza; y cuando contemplaba el cuadro del Universo sobre el fondo de la muerte, lo encontraba realmente extasiante”.

 

Tagore

 

Descender a nuestros propios infiernos pareciera algo inevitable. Tarde o temprano ocurre. Quedar desnudos en medio de la oscuridad de la noche nos pasa a todos, a veces con menor potencia que en los casos aquí comentados, pero, a veces, con mayor intensidad y dolor. Sin embargo, el resultado es el mismo. Todos tenemos nuestra agonía en el Getsemaní y en la espesura de las tinieblas también nos corresponde tomar una decisión: hacer nuestra voluntad y sucumbir ante el sinsentido o, por el contrario, dejarnos abrazar por el amor del Padre, comprenderlo y decidir por su voluntad. Soportar Getsemaní desnuda al hombre en su nada humana denominada en ocasiones «pobreza» y que, de alguna manera, se une a la Nada divina, encontrando en ella un terreno virgen para encarnarse. De eso se trata, decidir entre nuestra voluntad o la de Dios. Se trata de arrepentirnos y buscar la misericordia divina que nos muestra el sentido de cada cosa, incluso, del dolor más punzante o de, por el contrario, erosionar nuestra vida pretendiendo hacer lo que nos plazca, aunque eso, casi siempre, culmina en nuestra desesperación. La decisión es suya, como lo fue para Wilde, Dostoievski y Tagore.

Paz y Bien







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