Oración espacio quemante. Recordando a Armando Rojas Guardia
Por Valmore Muñoz Arteaga
A tu silencio que hace posible el mío
La
oración es un espacio quemante en el que nadie entra impunemente
Armando
Rojas Guardia
El Dios de la Intemperie (1985)
I
Oración. El
maestro y filósofo español Raimon Panikkar define la oración como un grito que
a otro no se dirige. Un gemido que no conduce más allá de su propio dolor
sentido. Una petición que no pide, un gozo que no puede creerse, un canto que
no canta pero que acaba en sí mismo. La respiración de un alma que brota
siempre transparente entre un silencio y otro. A través de la oración es probable
hallarnos inciertamente en los claros del bosque descritos por María Zambrano
como un centro en al que no siempre se puede acceder, pero que, cuando se
logra, una voz nos lleva de la mano hacia la posibilidad de no hallar nada.
Nada se busca. Nada se halla. Es tan sólo un desvío que nos mantiene intactos
aunque nos desorganice eso muchas veces espeso como lo es el pensamiento. La
oración se nos antoja, aquí no hay certezas de ningún tipo, como el momento
dentro del cual nuestra palabra entra en contacto ardiente con la palabra
originaria para emprender juntas un coito de alientos. La oración, escribe
Armando Rojas Guardia, es un espacio quemante en el que nadie entra impune.
II
El Dios incómodo de la
oración. Afirma Rojas Guardia en El Dios de la intemperie que el Dios incómodo de la oración lo
obliga, de alguna manera, a salir desnudo a la intemperie exigiendo de él
niveles más altos de conciencia y libertad ¿Qué nos puede incomodar de Dios?
Probablemente nada a menos que lo comprendamos como un símbolo que envuelve
toda la realidad, es decir, como la realidad misma. Una realidad a partir de la
cual se pueda ser coherente con una referencia última. Dios es símbolo que
simboliza lo simbolizado en el símbolo mismo, afirma Panikkar, que se vuelve, a
su vez, encarnación trinitaria de la realidad como Dios-Mundo-Humanidad
entendiendo así la conformación del cuerpo místico del Absoluto sin fin. Esta encarnación trinitaria de la realidad
que es Dios parece ser sólo comprendida por medio de la pureza de corazón, ese
corazón que es capaz de escuchar entre sus latidos serenos la voz de la
trascendencia en la inmanencia. Comprender esto sí puede abrirle espacios a la
incomodidad por dos razones que creo centrales: 1.- A Dios se accede acallando
al intelecto y a la voluntad. Sin la apertura al silencio de los sentidos –allí
donde respira realmente la libertad– no es posible acercarse al claro del
bosque, ese ámbito maravilloso donde cobra sentido la palabra Dios. 2.- La
segunda razón se relaciona con una idea desarrollada por Chiara Lubich acerca
de la necesidad de mirar todas las flores. Intuyo en este decir de la mirada de Chiara Lubich el festejo
de un corazón latiente como ojo con el que nos lanzamos a la experiencia del
amor al otro y al mundo. Mirada tenue y limpia a través de la cual podamos
caminar hacia nosotros caminando hacia el hermano que es caminar hacia Dios que
nos espera en la mirada del hermano que nos mira mientras lo miramos. Mirada
sutil, arroyo secreto que nos lleva por el rumor de la sangre de esta materia
impalpable en los ecos del Absoluto que suenan en el fondo de todo hombre y de
toda mujer. Somos casa de la mirada que mira y nos iguala como seres que nos
damos transformándonos en lugares privilegiados de la revelación del Ser como
fuerza etérea de la posibilitación amante. Mirada abridora de sentido, de
apertura radical hacia la otredad. Entonces, ¿cómo no podría resultar incómodo
un Dios que nos obliga a alcanzar nuestra libertad procurando la libertad del
otro? A ese Dios levanta su oración Armando Rojas Guardia, un Dios incómodo por
ser realidad y ser el otro al cual se accede en el hablar, en el sentir, en el
ser siendo Ser conjuntamente.
III
La
oración es una vivencia intransferible. La oración es un discurso sobre un símbolo, es un sobresalto
que el corazón siente, es una plegaria desgarradora que nace en el hombre
sentiente. La voz de la oración es la voz sin voz de quien pide sin esperar. Es
un símbolo eminentemente relativo que no puede ser interpretado, sólo sentido
por quien la pronuncia. La oración es una contemplación que no puede ser
universal ni objetiva. La oración es, al mismo tiempo, experiencia de Dios y
Dios es único, así como la experiencia de Dios. No existe en ella más que ella
misma y por tanto no hay área preliminar neutra y habitual para construir
parangones o comparaciones.
IV
La
oración es un espacio quemante en el que nadie entra impunemente. Para Armando Rojas Guardia la oración es como el amor, un
espacio quemante en el que nadie entra impune. La oración y el amor son
emanaciones ardientes del fuego donde arde lo ultra-vivo. El fuego facilita el camino, despeja oscuridades para
oscurecerse en otra. La quemadura radicaliza la subjetividad. Dios es Amor y la
oración es una manifestación del amor que quema y nos sirve en gozoso
holocausto. La oración es el dinamismo del amor hacia aquello que es Otro ¿Por
qué la oración es un espacio quemante? Porque allí se manifiesta el deseo
ardiente de Dios como aspiración a lo divino. El amor a Dios, según los
escolásticos, proviene del apetito. Un apetito a partir del cual se anula toda
dualidad: Yo y tú, cuerpo y alma, Dios y hombre. La oración es la narración
cotidiana de ese apetito pues canta la experiencia plena de la vida, o como lo
apuntaría Parménides es el Pensar clasificando al Ser en virtud de un
autoanálisis del mismo Pensamiento, incluyendo al mismo Ser en esta
clasificación. La oración es un espacio quemante por cuanto a través de ella se
manifiesta Dios como caricia que irrita allí donde más sensible se es.
V
La
palabra como esencia de Dios, como el ser mismo de la Divinidad. La palabra como esencia de Dios y la esencia de Dios es el
placer por el Mundo-otro que nos hemos negado, mundanidad suprema y superior.
Mundo-otro saboreado dionisiacamente, es decir, desde el corazón danzante del
caos superado por el silencio del cuerpo satisfecho trascendentalmente. La
palabra mística como esencia de Dios aflora, escribirá Panikkar, cuando el
hombre advierte que la palabra no sólo corre la cortina de lo que la palabra
dice, sino que el mismo decir viene revestido de un último velo que la misma
palabra no puede descubrir, puesto que ella misma es el velo que revela la
realidad precisamente velándola. La palabra desnuda en oración dice lo que se
esconde en el decir. Dios es la palabra que dice detrás de todo decir. Palabra
que brota del silencio de la Palabra. Dios es palabra que no puede decirse pero
da vida y luz a todos los discursos. Palabra originaria de lo que existe y que,
Rafael Cadenas complementa afirmando, es aquello que sostiene desde adentro, lo
único que no es ente, pero de lo que dependen todos los entes. Dios, concluye
Armando Rojas Guardia, consiste en la palabra.
VI
La
oración en la persona cristiana. Chiara
Lubich comprende que descubrir o, mejor aún, volver a descubrir que Dios es
Amor es la más grande aventura del hombre moderno. Más que descubrirlo, diría
reencontrarlo, ya que parece existir un punto en común en todas las culturas
dentro de las cuales queda más que manifiesto el hecho dado por cierto de que el
lugar más privilegiado para que el hombre encuentre a Dios es en la experiencia
del amor. Efectivamente, Dios es Amor y quien halla el Amor encuentra a Dios.
Benedicto XVI en la introducción a la Carta Encíclica Deus Caritas Est retoma esta idea cuando afirma que “estas palabras de la Primera
carta de Juan expresan con
claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y
también la consiguiente imagen del hombre y de su camino. Además, en este mismo
versículo, Juan nos ofrece, por así decir, una formulación sintética de la
existencia cristiana: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y
hemos creído en él»”. El Amor dentro del Amor, esa luz infinita enraizada
en todo ser humano es Dios, así también lo reconocieron Meister Eckhart y
Catalina de Siena: “El amor en lo más acendrado, en lo
más retraído, en sí mismo no es sino Dios”, “Deidad eterna, oh alta eterna
Deidad, el amor inestimable. En tu luz amo la luz, en tu luz he conocido la
luz; en una luz uno conoce la causa de la luz y la causa de las tinieblas; en
tu luz uno sabe lo que realiza la luz en el alma, y lo que realizan las
tinieblas”. Palabras construidas a partir de una visión sentiente y sensible de
la realidad, pero que parecen no terminar de dar el paso hacia la constitución
de una relación horizontal con Dios a través del amor por el otro, es decir, el
prójimo tallado con fuego en los mandamientos de la fe. Somos chispas del Ser y
es el amor su espacio más brillante. La
percepción del Ser como amor materializado parece llevar a la experiencia de su
estructura como amor universal, como un derramamiento de amor que no tiene en
cuenta los objetos a los que se orienta: en pocas palabras, un amor absoluto y
armónico a todo aquello que lleva en sí una chispa del Ser. Llegado a este
punto, Panikkar se pregunta y nosotros junto a él: ¿Pero es el amor solamente
una armonía interna?, ¿no hay quizá, en él, otro elemento?, ¿puede existir sin
cierto dinamismo afectivo?, ¿no requiere una especial relación yo-tú, en la que
ese ‘tú’ concreto no puede ser cambiado por ningún otro?, ¿existe realmente
espacio en la no-dualidad para este amor particularizado y personal? El Amor
del amor que es Dios mismo anula la dualidad o, para decirlo junto a Levinas,
la desestructuración del Yo y del Otro posibilita el nacimiento del Nos-Otros.
La persona cristiana, afirma Rojas Guardia, es el ser-con-el-otro, pero
entendiendo a este orto como Otro, como el absoluto. Para el cristiano el otro
tendría que ser búsqueda de un amor capaz de tocar la
esencia del absoluto sin fin que representa Dios. Un amor tocado por Dios,
siendo Dios mismo ese amor, tendría que implicar un amor semejante al de Dios.
Un amor embebido en la fuente inagotable de la transparencia divina es un amor
sin ojos. Un amor incapaz de ver. Un amor que sólo es en la entrega total al
otro. Un amor profundo como la sabiduría del sol que abre su calor para todos
por igual. Un amor profundo como la terquedad húmeda de la lluvia que cae
noblemente sobre aquellos a quienes reconocemos como buenos y malos. Aquí nos
queda claro, muy claro, que es imposible todo amor si no existe un otro. Ese
otro al cual estamos obligados por la existencia a arrojarnos para conformar el
Nos-Otros. Arrojarnos desde la superación de la ofensa, la ira, el odio.
Arrojarnos desde la oración carnal que no es otra que mi encuentro
relacionándome con el otro.
VII
La experiencia interior es el silencio que ese lenguaje supone. La mayoría de los textos sagrados concuerdan en que en el Principio era la Palabra o el Verbo, pero ¿es la Palabra el Principio? Los místicos tienen una aspiración: acceder a este Principio de la Palabra. Quienes han acariciado el tema afirman que este Principio anterior a la Palabra que era en el Principio, pero no separable de ella, es el Silencio. Dios era el Silencio, comprenderá Panikkar, y no sólo estaba en el Silencio. El Silencio de la Vida, dirán los sabios orientales, es aquel arte de saber acallar las actividades de la vida para poder ingresar así a la experiencia pura de la Vida. Metidos en el laberíntico universo de la cotidianidad, atareados la más de las veces, erosionamos la capacidad de escuchar y nos enajenamos de nuestra misma fuente. El silencio brota en el instante en que el hombre se sitúa frente a la fuente misma del Ser. Ahora, afirma Panikkar, la fuente del Ser no es el Ser, sino la fuente del Ser. El Silencio se transforma entonces en espacio para la preexistencia del amor, instante sublime en que, a lo mejor, el Ser y el No-Ser se funden para acariciarse ardientemente en otra esfera distinta de la realidad, otra dimensión del misterio. Silencio que es una no-respuesta, ya que la pregunta también es Silencio. No hay respuestas. No hay preguntas. Silencio que silencia las ansias irreales, aquella ruidosa trampa que es la sed humana de saber, de acumular certezas y conclusiones, de acumular poder. Ansias que aceitan la gran máquina doctrinal que amasa todas las respuestas posibles a todas las posibles preguntas. Afirma Rojas Guardia que “uno introduce la pregunta, y al instante aquella máquina sapiente elabora la respuesta infalible que pretende calmar fatuamente la sed, el bochorno, la vergüenza que emana del vacío, de las regiones postreras –y tantas veces atroces– de la conciencia. En El Silencio de Buddha, Raimon Panikkar, hunde el dedo en la llaga afirmando que desde Platón hasta Kant el hombre occidental ha creído que plantearse las interrogantes últimas sobre el sentido de la existencia era un signo del grado humano de civilización a estas cuestiones de las que depende una vida plenamente humana. Ahora bien, ¿el hombre conoce el fin último de las cosas como para darle sentido a las acciones de cada día? En todo caso, Dios es Silencio por cuanto el Silencio es Dios. Silencio que son tinieblas y que escupe misterios sobre las afirmaciones filosóficas. San Jerónimo afirma que para Dios la alabanza acalla, en la misma senda San Agustín comprende que al callarse todo en el ser humano, el alma calla. Sobre el Silencio en la mayoría de las espiritualidades del mundo, podrían citarse volúmenes enteros. El callar es una categoría ascética y mística fundamental. Santo Tomás de Aquino aconseja honrar a Dios con el silencio, no porque no podamos decir o saber nada de él, sino porque entendemos que Dios nos ha hecho con su conocimiento.
Paz y Bien
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