San Juan XXIII, el hombre y sus derechos

Por Valmore Muñoz Arteaga


Uno de los documentos espirituales más intensos que se hayan escrito en el catolicismo es Diario del Alma, bitácora de la vida interior de Ángelo Roncalli, San Juan XXIII, por medio del cual expuso los avatares de su vida espiritual entre los catorce años hasta su muerte ocurrida en 1965. En muchos de sus pasajes nos lleva de la mano a través de las intrincadas rutas del amor cristiano cuya fuente, para él, fueron las líneas que conforman el Sermón de la Montaña, en especial cuando se nos recuerda que los pobres, los mansos, los pacíficos, los misericordiosos, los que tienen sed de justicia, los puros de corazón, los atribulados, los perseguidos son todos bienaventurados. El Evangelio de San Mateo, Santa Teresita del Niño Jesús, San Bernardino, San Estanislao y San Luis Gonzaga le brindaron las herramientas intelectuales y sensibles para estructurar su visión del hombre y sus derechos volcados en su Carta Encíclica Pacem in Terris (1963) de la cual hablaremos en estas líneas.

El Papa Bueno toma el título de una bellísima canción derramada sobre el universo pastoril para ofrecerla como carta encíclica al mundo como si se tratará éste de un Belén infinito. Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad, fue su llamado, y consiguió oídos en ateos, hindúes, budistas, protestantes, judíos, musulmanes y ortodoxos, quienes, dos años después, llorarían sacudidos la muerte de este hombre distinto. Pacem in Terris es la constatación de que un verdadero discípulo de Cristo no puede menos que ocuparse de la paz. Una paz que necesariamente debe brotar de la interioridad de la persona, una paz legítima que sólo el discurso no puede alcanzar. “La paz en la tierra, suprema aspiración de toda la humanidad a través de la historia, es indudable que no puede establecerse ni consolidarse si no se respeta fielmente el orden establecido por Dios”. Ese orden nos dice que el hombre, el ser humano, posee una intrínseca dignidad, “por virtud de la cual puede descubrir ese orden y forjar los instrumentos adecuados para adueñarse de esas mismas fuerzas y ponerlas a su servicio”. San Juan XXIII se tomó muy en serio la necesidad de resaltar, recordar y defender los derechos humanos, ya que, como bien sabemos, sufrió muy de cerca la brutalidad de la que es capaz el hombre en su tiempo como Arzobispo en Turquía, no sólo frente al imborrable recuerdo del exterminio armenio, sino por haberle tocado la tarea de enfrentar el nuevo orden nazi que abría sus oscuridades sobre Europa.

En Ad Petri Cathedram (1959) fija cuáles serán las bases fundamentales de su naciente pontificado: la paz como brote fecundo de las amorosas caricias entre la caridad y la justicia para que los hombres puedan reconocerse como hermanos. Dos años después, rindiéndole un homenaje a Leon XIII y su Rerum Novarum, publica su encíclica Mater et Magistra. Aquí deja claro y con profunda firmeza que el principio trascendental de toda doctrina social es el cuidado y defensa de la dignidad de la persona humana. El principio capital es comprender y asumir que el “hombre es necesariamente fundamento, causa y fin de todas las instituciones sociales; el hombre, repetimos, en cuanto es sociable por naturaleza y ha sido elevado a un orden sobrenatural”. Sin embargo, será en Pacem in Terris donde el Papa Roncalli dejará al desnudo todo su pensamiento sobre el tema de la dignidad humana y los derechos del hombre, de hecho, marca un antes y un después en toda la Doctrina Social de la Iglesia. Se mostró como un ser adelantado a su tiempo, un hombre de miras definitivamente. La Encíclica Pacem in Terris de aquel Jueves Santo alusiva a la más que necesaria paz entre todos los pueblos a través de la verdad, la justicia, el amor y la libertad, constituyó una auténtica Carta de Derechos del Ser Humano, el reconocimiento tácito de la Iglesia a una dignidad sagrada del hombre por el hecho de ser en sí mismo obra auténtica de Dios Creador, imagen y semejanza de Él mismo. De sus páginas germina con la sutileza de las almas abrazadas por un espíritu de paz sobrecogedor una declaración, una afirmación amplia de los derechos y deberes de toda persona destinada siempre a una vida superior. No puede existir paz si no hay una búsqueda permanente de la convivencia y no puede haber convivencia si no se entiende al hombre como persona, como naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedrío, depósito siempre vivo de la luz que se derrama de las alturas infinitas, a partir de la cual se logra contemplar la plenitud de la dignidad que lo sustenta.

Esa luz es la constatación de una verdad que nos supera: “Dios hizo de la nada el universo, y en él derramó los tesoros de su sabiduría y de su bondad”. Esos tesoros derramados de la plenitud absoluta de su amor constituye el sostén de un orden que palpita racionalmente en la naturaleza y que nos habla de la intrínseca dignidad de la persona. Una dignidad que lo hace poco menor a los ángeles, coronado de gloria y de honor, brindándole señorío sobre las obras y ubicando todo debajo de sus pies (Rom 2,15). Sin embargo, el Papa Roncalli se sorprende ante la discordancia que establece el desorden que han hecho reinar los individuos con respecto al orden divino. Un desorden que se ampara –hasta de manera jurídica–en la búsqueda de ese orden, pero por la fuerza. Pese a ello, hay algo profundo, un sello que se encuentra tallado en nuestra interioridad más insondable, “en lo más íntimo del ser humano, el Creador ha impuesto un orden que la conciencia humana descubre y manda observar estrictamente […] Todas las obras de Dios son, en efecto, reflejo de su infinita sabiduría, y reflejo tanto más luminoso cuanto mayor es el grado absoluto de perfección que gozan”.  Sobre esta disonancia en la armonía divina se fundamenta una visión equivocada que ha inducido a los mismos hombres al “error de pensar que las relaciones de los individuos con sus respectivas comunidades políticas pueden regularse por las mismas leyes que rigen las fuerzas y los elementos irracionales del universo, siendo así que tales leyes son de otro género y hay que buscarlas solamente allí donde las ha grabado el Creador de todo, esto es, en la naturaleza del hombre”.

Más de un mandatario o líder político se ha mostrado como seguidor de Cristo. Habla de manera ardiente del amor de Dios y de cómo ese amor es el motor que mueve sus acciones humanas y políticas, pero son afirmaciones que, haciendo un notable esfuerzo, apenas superan el discurso, pues “si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Porque el que no ama a su hermano al cual ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?” (1 Jn. 4,20) Un mandatario que se muestre como seguidor de la fe cristiana no puede contemplar al hombre, a todos los hombres, tanto los hombres que lo siguen como a los que se le oponen –en legítimo derecho, además–,como persona dotada de inteligencia y de libre albedrío, poseedor de una dignidad que lo hace gozar de derechos que son universales e inviolables, ya que los hombres que decimos seguir a Cristo debemos intentar considerar siempre la dignidad de la persona humana a la luz de las verdades reveladas por Dios, “valorar necesariamente en mayor grado aún esta dignidad, ya que los hombres han sido redimidos con la sangre de Cristo, hechos hijos y amigos de Dios por la gracia sobrenatural y herederos de la gloria eterna”. Un mandatario que se dice seguidor del Cristo redentor, como afirma San Juan XXIII en Pacem in Terris, está obligado a garantizar a su pueblo el derecho a la existencia y a un decoroso nivel de vida. Ese decoroso nivel de vida es aquel que, por lo menos, garantiza “el alimento, el vestido, la vivienda, el descanso, la asistencia médica y, finalmente, los servicios indispensables que a cada uno debe prestar el Estado. De lo cual se sigue que el hombre posee también el derecho a la seguridad personal en caso de enfermedad, invalidez, viudedad, vejez, paro y, por último, cualquier otra eventualidad que le prive, sin culpa suya, de los medios necesarios para su sustento”.

Un mandatario que presume de su amor a Cristo redentor debe garantizar el debido respeto a la persona de todos los hombres –tanto los que le siguen como los que se le oponen– garantizar “la buena reputación social, la posibilidad de buscar la verdad libremente y, dentro de los límites del orden moral y del bien común, manifestar y difundir sus opiniones y ejercer una profesión cualquiera y, finalmente, disponer de una información objetiva de los sucesos públicos”. No puede existir política que se proclame humanista o humanitaria si su discurso se eleva por encima del dolor de los hombres que claman llenos de impotencia al cielo. No puede existir política que se proclame humanista o humanitaria o cristiana, si apaga con violencia el llanto amargo que teje el hambre en el estómago de los niños que contemplan ignorantes el deterioro de las luces que le alumbran el futuro. No puede existir política que se proclame humanista o humanitaria o cristiana que desconozca la magnitud de la grandeza divina que descansa en lo profundo de la toda realidad humana. No puede existir política que se proclame humanista o humanitaria o cristiana que lance al olvido ignominioso la educación, la justicia y la salud de su pueblo para sólo dedicarse al puro hecho de mantenerse en el poder «como sea» sin otro sentido más que ese, mantenerse en el poder.

El Papa Roncalli fue reconocido santo el pasado 27 de abril de 2014, por ello, te ruego San Juan XXIII que intercedas por todos los pueblos de la tierra, por todos los hombres de buena voluntad, que intercedas para que “Cristo encienda las voluntades de todos los hombres para echar por tierra las barreras que dividen a los unos de los otros, para estrechar los vínculos de la mutua caridad, para fomentar la recíproca comprensión, para perdonar, en fin, a cuantos nos hayan injuriado”. Te pedimos que intercedas por nuestros políticos para que comprendan que cada palabra suya tiene una importancia fundamental en la construcción o destrucción de una sociedad, que queden expuestos ante las luces que arrojas amorosamente desde tu cálida carta encíclica. Tú que viviste muy de cerca la oscuridad de la más radical violencia política producto de las ideologías del mal, te pido por nosotros, los de aquí abajo. 

Paz y Bien

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